La espiritualidad y los signos de los tiempos
A semejanza de la vida humana que necesita cada día su alimento para gozar de salud y bienestar, la vida cristiana ha de alimentase continuamente. Pero ¿cómo alimentar la vida del Espíritu en nosotros? ¿cómo cultivar, nutrir, fortalecer nuestra espiritualidad? Estas preguntas son pertinentes y hemos de hacerlas para garantizar la vitalidad y frescor del seguimiento de Jesús que pretendemos vivir.
Sin duda que la oración, la vida sacramental, las virtudes cristianas, forman parte de esas mediaciones que contribuyen al crecimiento espiritual. Pero en este espacio queremos enfatizar otro aspecto que consideramos base u horizonte de estas mediaciones. Nos referimos a estar atentos a los signos de los tiempos, es decir, a descubrir la voz de Dios presente en ellos. Y esto no por un capricho o una moda, sino por coherencia con la forma como Dios se revela: “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclamen las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Dei Verbum 2).
¿Qué nos dice la realidad? Salta a la vista la situación de pobreza de la mayoría y la injusticia estructural que sigue marcando nuestro mundo. También se perciben nuevas sensibilidades y comprensiones de las relaciones humanas, las costumbres, las tradiciones. El planeta tierra nos habla de su deterioro y la urgencia de cuidar de él. La experiencia nos muestra la caducidad de las instituciones, la limitación de los sistemas políticos para conseguir sus objetivos y lo ambiguo de los sentimientos humanos que no siempre responden al bien y al valor. Por el contrario, tantas veces se apropian de las oportunidades para provecho propio sin pensar en el bien común. Pero también la realidad nos habla de los esfuerzos humanos para superar las dificultades y salir adelante. Los desastres naturales sacan a la luz la capacidad de resiliencia humana para seguir creyendo en el futuro y sobreponerse a las situaciones límite. Y no menos importantes, son todas las búsquedas de trascendencia, integración, armonía interior o desarrollo espiritual que realizan nuestros contemporáneos. Todos estos aspectos y otros que se podrían nombrar, son los que pueden darle rostro, lugar, espacio, sentimiento, urgencia, desafío, respuesta, a nuestra oración y vida sacramental. En otras palabras, no basta querer cultivar unos medios de espiritualidad, hay que nutrirlos de vida y realidad para que den su mejor fruto.
De hecho cuando Juan Bautista le manda preguntar a Jesús si es él el que ha de venir o han de esperar a otro, Jesús responde: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan sanos, los muertos resucitan y una buena nueva llega a los pobres” (Mt 11,5). Es decir, en primera línea para Jesús está el ser humano y las necesidades que le afectan y es en su compromiso con ellos como muestra la realidad del reino. Esa misma dinámica de compromiso con el mundo que vivimos, es el que puede llenar de sentido y realidad, las mediaciones espirituales con que alimentamos nuestra fe.
Por tanto, una vida espiritual que no busca la voz de Dios presente en el hoy y aquí de nuestra historia, puede estar referida al Dios de las nubes pero no al anunciado por Jesús que vive pendiente de los seres humanos. Una oración que no se nutre de las urgencias de los hermanos, puede quedarse en un cumplimiento que nada tiene que ver con el seguimiento de los discípulos de Jesús. Una vivencia sacramental que no es signo de la mesa común que incluye a los más pobres, se queda en rito vacío que nada pueden decir a nuestro mundo.
La vida espiritual ha de nutrirse del Dios que sigue revelándose en la historia y que espera una respuesta comprometida con esa misma realidad. Ha de aprender a interpretar y discernir. Y ha de mantener el talante profético de todos aquellos que escuchando la voz de Dios en los signos de los tiempos, pueden decir una palabra comprometida y audaz con el presente que vivimos.
Sin duda que la oración, la vida sacramental, las virtudes cristianas, forman parte de esas mediaciones que contribuyen al crecimiento espiritual. Pero en este espacio queremos enfatizar otro aspecto que consideramos base u horizonte de estas mediaciones. Nos referimos a estar atentos a los signos de los tiempos, es decir, a descubrir la voz de Dios presente en ellos. Y esto no por un capricho o una moda, sino por coherencia con la forma como Dios se revela: “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclamen las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Dei Verbum 2).
¿Qué nos dice la realidad? Salta a la vista la situación de pobreza de la mayoría y la injusticia estructural que sigue marcando nuestro mundo. También se perciben nuevas sensibilidades y comprensiones de las relaciones humanas, las costumbres, las tradiciones. El planeta tierra nos habla de su deterioro y la urgencia de cuidar de él. La experiencia nos muestra la caducidad de las instituciones, la limitación de los sistemas políticos para conseguir sus objetivos y lo ambiguo de los sentimientos humanos que no siempre responden al bien y al valor. Por el contrario, tantas veces se apropian de las oportunidades para provecho propio sin pensar en el bien común. Pero también la realidad nos habla de los esfuerzos humanos para superar las dificultades y salir adelante. Los desastres naturales sacan a la luz la capacidad de resiliencia humana para seguir creyendo en el futuro y sobreponerse a las situaciones límite. Y no menos importantes, son todas las búsquedas de trascendencia, integración, armonía interior o desarrollo espiritual que realizan nuestros contemporáneos. Todos estos aspectos y otros que se podrían nombrar, son los que pueden darle rostro, lugar, espacio, sentimiento, urgencia, desafío, respuesta, a nuestra oración y vida sacramental. En otras palabras, no basta querer cultivar unos medios de espiritualidad, hay que nutrirlos de vida y realidad para que den su mejor fruto.
De hecho cuando Juan Bautista le manda preguntar a Jesús si es él el que ha de venir o han de esperar a otro, Jesús responde: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan sanos, los muertos resucitan y una buena nueva llega a los pobres” (Mt 11,5). Es decir, en primera línea para Jesús está el ser humano y las necesidades que le afectan y es en su compromiso con ellos como muestra la realidad del reino. Esa misma dinámica de compromiso con el mundo que vivimos, es el que puede llenar de sentido y realidad, las mediaciones espirituales con que alimentamos nuestra fe.
Por tanto, una vida espiritual que no busca la voz de Dios presente en el hoy y aquí de nuestra historia, puede estar referida al Dios de las nubes pero no al anunciado por Jesús que vive pendiente de los seres humanos. Una oración que no se nutre de las urgencias de los hermanos, puede quedarse en un cumplimiento que nada tiene que ver con el seguimiento de los discípulos de Jesús. Una vivencia sacramental que no es signo de la mesa común que incluye a los más pobres, se queda en rito vacío que nada pueden decir a nuestro mundo.
La vida espiritual ha de nutrirse del Dios que sigue revelándose en la historia y que espera una respuesta comprometida con esa misma realidad. Ha de aprender a interpretar y discernir. Y ha de mantener el talante profético de todos aquellos que escuchando la voz de Dios en los signos de los tiempos, pueden decir una palabra comprometida y audaz con el presente que vivimos.