La misión como diálogo
Nuevamente celebramos el mes de las misiones.Pero, ¿cómo hablar de “misión” en este nuevo contexto de pluralismo religioso? No podemos renunciar a afirmar la centralidad de Jesucristo como único mediador entre Dios y los seres humanos, como causa y motivo de nuestra salvación. Sin embargo, el nuevo contexto nos exige replantear la manera de ofrecer la Buena Noticia del reino y nos señala la urgencia de dar testimonio de comunión con las demás confesiones de fe, evitando rivalidades y descalificaciones mutuas que contradicen el mensaje que se anuncia.
Por este motivo, proponer el diálogo como horizonte de misión, puede ser un camino adecuado para continuar esta tarea y obtener mejores frutos. Por diálogo estamos entendiendo el ofrecer un anuncio a los demás pero estar dispuestos a recibir lo que también ellos nos ofrecen. Es creer que los otros pueden enseñarnos y que son también depositarios de la revelación divina que no cesa de esparcir sus semillas de gracia en todas las culturas y entre todos los pueblos.
Ahora bien, esa actitud de diálogo no es fácil de poner en práctica. Estamos muy acostumbrados a creernos poseedores de la verdad e incluso, a pensar que, no creernos así, es traicionar el mensaje divino porque consideramos que este es verdadero y no puede ponerse en cuestión de ninguna manera. Visto desde Dios, sin duda es así. Su plan de salvación, su voluntad divina sobre la humanidad, es una y para siempre. Pero visto desde nuestra captación y nuestra realidad histórica, siempre es un aproximarnos a ella, un comprenderla cada vez mejor, un aceptarla con más profundidad y plenitud. Por eso nuestras palabras, comprensiones y anuncios van condicionados por nuestra limitación personal y, en ese sentido, siempre estamos en camino y con necesidad de enriquecer nuestra propia visión con lo que los demás nos aportan.
Hoy el pluralismo religioso nos está ayudando a ser conscientes de que Dios supera incluso nuestras instituciones religiosas y, por eso, su presencia trasciende nuestras propias fronteras. Y ahí es cuando se impone el diálogo y el enriquecimiento mutuo. Nos damos cuenta de que podemos ampliar nuestras propias visiones y es posible confrontar nuestras prácticas para discernir cuáles pueden resultar más pertinentes. Con una actitud de diálogo se hace más fácil buscar caminos de comunión para ir tras el Dios vivo que sale a nuestro encuentro por muy distintos e inesperados caminos.
Entender la misión como diálogo no significa que abandonemos el mensaje que se anuncia sino que se ofrezca con gratuidad y libertad para que sea acogido cuando los destinatarios lo consideren pertinente. De alguna manera es vivir realmente la hermosa parábola del sembrador que siembra la semilla con generosidad pero sea “que se levante o sea que se acueste, la semilla crece por sí sola sin que él sepa cómo y así la tierra va dando fruto por sí sola: primero el tallo, luego la espiga y después el grano lleno en la espiga” (Mc 4, 26-28).
Definitivamente el reino es don de Dios y no depende del esfuerzo humano. Por eso la misión no surge de la autosuficiencia de creer que podemos llegar y transformar la realidad sino que se alimenta de la confianza puesta en el “dueño de la mies” (Lc 10,2) que nos envía al encuentro de los demás para vivir y sentirnos su pueblo. Y lo que interesa es ir realizando esa comunidad de hermanos y hermanas que acoge las diferencias y se enriquece con ellas y no pretende imponer sus visiones sino sumar y unir fuerzas para garantizar la vida digna para todos y todas. El diálogo ha de atravesar todas las dimensiones de la vida de los que se encuentran en los trabajos de misión: lo social, lo económico, lo cultural y, por supuesto, lo religioso. Todo está allí para ser compartido, enriquecido, transformado en doble vía: de los misioneros a los destinatarios y de estos a los misioneros. Y lo más importante: entender la misión como diálogo da testimonio del Dios revelado en la historia; un Dios que establece un diálogo de amor con su pueblo, una alianza, que supera la relación meramente cultual y se expresa en una verdadera relación de amor: “Tú eres mi pueblo y yo soy tu Dios” (Lv 26,12).
Por este motivo, proponer el diálogo como horizonte de misión, puede ser un camino adecuado para continuar esta tarea y obtener mejores frutos. Por diálogo estamos entendiendo el ofrecer un anuncio a los demás pero estar dispuestos a recibir lo que también ellos nos ofrecen. Es creer que los otros pueden enseñarnos y que son también depositarios de la revelación divina que no cesa de esparcir sus semillas de gracia en todas las culturas y entre todos los pueblos.
Ahora bien, esa actitud de diálogo no es fácil de poner en práctica. Estamos muy acostumbrados a creernos poseedores de la verdad e incluso, a pensar que, no creernos así, es traicionar el mensaje divino porque consideramos que este es verdadero y no puede ponerse en cuestión de ninguna manera. Visto desde Dios, sin duda es así. Su plan de salvación, su voluntad divina sobre la humanidad, es una y para siempre. Pero visto desde nuestra captación y nuestra realidad histórica, siempre es un aproximarnos a ella, un comprenderla cada vez mejor, un aceptarla con más profundidad y plenitud. Por eso nuestras palabras, comprensiones y anuncios van condicionados por nuestra limitación personal y, en ese sentido, siempre estamos en camino y con necesidad de enriquecer nuestra propia visión con lo que los demás nos aportan.
Hoy el pluralismo religioso nos está ayudando a ser conscientes de que Dios supera incluso nuestras instituciones religiosas y, por eso, su presencia trasciende nuestras propias fronteras. Y ahí es cuando se impone el diálogo y el enriquecimiento mutuo. Nos damos cuenta de que podemos ampliar nuestras propias visiones y es posible confrontar nuestras prácticas para discernir cuáles pueden resultar más pertinentes. Con una actitud de diálogo se hace más fácil buscar caminos de comunión para ir tras el Dios vivo que sale a nuestro encuentro por muy distintos e inesperados caminos.
Entender la misión como diálogo no significa que abandonemos el mensaje que se anuncia sino que se ofrezca con gratuidad y libertad para que sea acogido cuando los destinatarios lo consideren pertinente. De alguna manera es vivir realmente la hermosa parábola del sembrador que siembra la semilla con generosidad pero sea “que se levante o sea que se acueste, la semilla crece por sí sola sin que él sepa cómo y así la tierra va dando fruto por sí sola: primero el tallo, luego la espiga y después el grano lleno en la espiga” (Mc 4, 26-28).
Definitivamente el reino es don de Dios y no depende del esfuerzo humano. Por eso la misión no surge de la autosuficiencia de creer que podemos llegar y transformar la realidad sino que se alimenta de la confianza puesta en el “dueño de la mies” (Lc 10,2) que nos envía al encuentro de los demás para vivir y sentirnos su pueblo. Y lo que interesa es ir realizando esa comunidad de hermanos y hermanas que acoge las diferencias y se enriquece con ellas y no pretende imponer sus visiones sino sumar y unir fuerzas para garantizar la vida digna para todos y todas. El diálogo ha de atravesar todas las dimensiones de la vida de los que se encuentran en los trabajos de misión: lo social, lo económico, lo cultural y, por supuesto, lo religioso. Todo está allí para ser compartido, enriquecido, transformado en doble vía: de los misioneros a los destinatarios y de estos a los misioneros. Y lo más importante: entender la misión como diálogo da testimonio del Dios revelado en la historia; un Dios que establece un diálogo de amor con su pueblo, una alianza, que supera la relación meramente cultual y se expresa en una verdadera relación de amor: “Tú eres mi pueblo y yo soy tu Dios” (Lv 26,12).