La vida en el Espíritu
La venida del Espíritu Santo no sucedió solo hace 2000 años como nos lo relata el libro de Hechos. Sino que él sigue animando e impulsando la vida de la Iglesia y la de cada creyente. El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús que él nos dejó para seguir su camino y continuar su misión. Por eso la vida cristiana es vida en el Espíritu. Pero ese Espíritu es de alabanza y gozo, sin duda, pero esencialmente es de compromiso y transformación. El Evangelio de Lucas nos relata que cuando Jesús va al templo, toma el libro del profeta Isaías y lee el siguiente pasaje: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”. Por tanto, ese pasaje nos da un claro criterio de discernimiento sobre si es el Espíritu de Jesús el que nos guía o cualquier otro tipo de manifestación más psicológica que cristiana. Ese Espíritu que lleno a Jesús al inicio de su misión, fue el mismo que lo impulsó durante toda su praxis del reino: sus milagros y parábolas siempre fueron en línea profética, buscando denunciar lo que oprime al ser humano y propiciando mediaciones que transformen las situaciones injustas. Por esa praxis, a Jesús lo matan y quieren acabar con él. El seguimiento al que estamos llamados es a este Jesús, el de los evangelios, el del Espíritu de liberación, el que nos compromete la vida. A veces nos confundimos demasiado invocando que el seguidor de Jesús tiene que orar mucho, vivir con fidelidad lo mandado por la iglesia, defender los principios morales. Esto es válido. Pero todo eso sin un compromiso histórico queda como dice el texto de Corintios sobre el amor: “una campana que suena, o símbolo que retiñe”.