Cristianismo e historia: la perspectiva científica /2

La libertad es la primera condición del trabajo científico  (Alfred Loisy )

La sutil y necesaria distinción entre los términos Jesús y Cristo realizada por la ciencia histórica, sobre todo a partir del alemán Reimarus en el s. XVIII, puede resultarle extraña a cualquier creyente cristiano, antiguo o actual, que ha aprendido en el catecismo que ambos términos van siempre unidos en el vocablo Jesucristo. La misma palabra compuesta (del hebreo Jesús y el griego Cristo) la ha escuchado innumerables veces en las ceremonias del culto y en la predicación, puesto que no solo la fe entra por el oído, sino también la información recibida sobre la propia religión.

Ha sido la ciencia histórica, con su metodología crítica, la que ha volado el frágil puente teológico que unía el Jesús terrestre con el Cristo celeste, creando un abismo entre ambos, como lamentaba el papa Ratzinger.

Ese puente teológico tradicional entre lo humano y lo divino, convertido en dogma desde la cristología ortodoxa del concilio de Calcedonia (S. V), se fundaba  en otro puente epistemológico que permitía transitar de la fe a la razón y viceversa, de la creencia (credere) a la intelección (intelligere) y viceversa, en el lenguaje teológico medieval.

De este modo, se trazaba un círculo de ida y vuelta, un procedimiento propio de la teología patrística y escolástica medieval, lo que en lógica equivale a una petición de principio.

La función propia de los predicadores y pastores, ministros del culto, no es aportar un conocimiento experto basado en la investigación histórica, sino exhortar a sus fieles a permanecer firmes en la  fe recibida desde la infancia y a cumplir las normas de la moral cristiana, fundada en los dogmas de fe, así como aconsejar la práctica ritual de los sacramentos.

Desde un criterio confesional, la disminución, la pérdida o el abandono de la fe por haber apostatado, se juzgaba y se juzga como un hecho negativo que pone en peligro la salvación personal.

En contraposición a la perspectiva teológica tradicional, que fue hegemónica durante siglos, la  perspectiva científica de estudio del cristianismo aparece en la época moderna y contemporánea.  De acuerdo con ella, se analiza todo fenómeno religioso utilizando una metodología científica y también el cristianismo como una más entre otras  muchas religiones de salvación.

El historiador de las religiones Max Müller proponía trascender y superar los límites de la propia religión, afirmando que “quien conoce una sola religión, no conoce ninguna”. Dicho en otras palabras, el análisis científico considera el cristianismo como verdadera religión, pero no como religión verdadera, un planteamiento que es común al enfoque filosófico de la misma.

El filósofo Arthur Schopenhauer afirmaba que la creencia (Glauben en alemán) y el saber (Wissen) se comportan como los dos platillos de una balanza, de modo que cuando uno sube, el otro baja.  Comparaba, además, la fe con un cordero y el saber con un lobo, de suerte que si encerráramos los dos animales dentro de la misma  jaula, la más seguro es que el lobo se comería al cordero.

El mismo Darwin llegó a escribir que, en sus investigaciones sobre la evolución de las especies, cuánto más aumentaba su conocimiento científico, más disminuía su fe teológica. Ese tránsito de la mera creencia al saber científico se puede denominar conversión intelectual y consiste en despertar de un largo sueño dogmático, para utilizar la metáfora kantiana.

La perspectiva científica comprende varias disciplinas, entre ellas la historia, que es la más importante, la antropología, la sociología o la psicología de la religión. El enfoque científico concuerda con el filosófico en que ambos son racionales y no presuponen el a priori de una fe religiosa.  La libertad es la primera condición de la investigación.

Su punto de partida es el escepticismo, pues se indaga lo que se desconoce, tratando de aproximarse a la verdad. El escepticismo puede ser radical  o moderado. El primero resulta estéril, pues con la duda extrema, hiperbólica, se paraliza el progreso del conocimiento. En efecto, no se puede dudar absolutamente de todo, por ejemplo del principio lógico de no contradicción.

El escepticismo moderado, en cambio, es fructífero, pues se basa en una duda razonable, permite dudar de la duda y aporta argumentos convincentes. Es constructivo, no solo destructivo.  El sociólogo de la ciencia Thomas Merton  considera el “escepticismo organizado”  uno de los valores básicos de la ciencia, pues cada científico trabaja dentro de una comunidad de investigación.

A ese valor hay que añadir otros, que son propios del ethos de la ciencia, como la libertad de investigación, la búsqueda de la verdad, la honestidad intelectual, la discusión crítica y pública como medio de validación de hipótesis y teorías o el carácter universal de los resultados científicos que, junto a la tecnología, trascienden el horizonte de una cultura y las fronteras nacionales. Una ciencia (o tecnología) meramente nacional sería un absurdo en el mundo globalizado actual.

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