Iglesia y Estado, las tajadas del poder.

Constantino, como es sabido concedió carta de naturaleza a la religión cristiana, aunque él siguió siendo “pagano”, es decir practicante del culto oficial romano. Dicen que al final de su vida se bautizó. No se hizo cristiano, cosa que habría desagradado sobremanera a los  sufridos y fervorosos primeros cristianos, al tener entre sus miembros al asesino ejemplar de Roma. Asesinó a su hijo Crispo, también a su mujer Fausta; asesinó a su sobrino Liciniano, que era hijo de su cuñado Licinio, al que también ordenó matar después de derrotarlo.

Convertido en emperador único en el año 324 tras haber eliminado a sus rivales, fundó Constantinopla en 330 para erigirla como capital del Imperio. En recuerdo de esta distinción, la Iglesia ortodoxa veneró desde entonces a Constantino como santo.

En su afán de congraciarse con el alto mando imperial, la Iglesia católica sustituyó al emperador por su mujer, santa Elena. Todo lo relacionado con Elena, esposa del emperador, es pura leyenda, inventada para mayor gloria del naciente estatus del cristianismo. Dicen que desde hacía tiempo era cristiana; dicen que ya octogenaria viajó a Jerusalén; dicen que allí encontró las sagradas reliquias relacionadas con la pasión de Jesús…

Lógicamente, todo se debió a un milagro. Habían pasado casi trescientos años y allí estaban los tres clavos y la cruz, que luego, hecho astillas, se repartió por distintos lugares del orbe cristiano. El relato de cómo llegó a Liébana el mayor fragmento de la cruz es de lo más real.

Aunque se sabe que Constantino no se convirtió al cristianismo, sin embargo sí tuvo un papel importante en el devenir dogmático y organizativo de la Iglesia. No quería divisiones en la nueva religión. Quiso supervisar su gobierno y administración, se convirtió en “obispo”, en “epíscopo” si nos atenemos a la etimología de la palabra: epi-scopeo, mirar desde arriba, controlar.

En el año 325 convocó el Concilio de Nicea; mandó construir las primeras basílicas cristianas por todo el imperio, la Natividad en Belén, el Santo Sepulcro en Jerusalén, Santa Sofía en Constantinopla, San Pedro en Roma y muchas más; legalizó el que la Iglesia heredara bienes de los fieles; concedió al clero determinados privilegios...  No le movía, por supuesto, espíritu altruista alguno sino el interés político, incluso militar, de tener una masa de súbditos unida, favorable y dispuesta.

Entre las dádivas más generosas que Constantino dispensó a la Iglesia en el año 324 se encuentra la famosa “Donación de Constantino”. El motivo de tal donación fue la milagrosa curación de lepra del Emperador.

Esta donación estatuía que el primado de Roma está por encima del imperio y de cualquier trono terrenal; suponía el primado del obispo de Roma sobre las sedes de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén; Roma tendría potestad sobre todas las iglesias del mundo; Constantino dona a la Iglesia su palacio de Roma y el de todas las provincias; extensas regiones de Italia pasarían a depender del obispo de Roma…

El inconveniente de esta “donación” es que era una monumental falsificación realizada en el siglo VIII.

Las cláusulas de esta donación se esgrimieron en varias ocasiones. La primera vez, por parte del papa Esteban III, año 753, ante Pepino el Breve para conseguir su ayuda contra los longobardos.  Incluso en 1493 la esgrimió Alejandro VI para intervenir en la división del mundo entre España y Portugal (Bula “Inter caetera”).

Pero ya el emperador Otón III puso en entredicho tal donación en el año 1.000 y fue definitivamente desenmascarada en 1.440 por el humanista Lorenzo Valla, que, lógicamente tuvo que salir por pies de Roma con riesgo su vida. Valla dedujo que era una falsificación por el análisis lingüístico e historiográfico del texto; entre otras cosas porque el latín utilizado no correspondía al siglo III. Su estudio en forma de libro se publicó en 1517 y se distribuyó por los países protestantes, no por los católicos.

A pesar de estas evidencias, la Iglesia nunca reconocería tal falsificación. Ha dejado que pasaran los años, los siglos hasta que se olvidara tal fraude. De nuevo las palabras de Pablo de Tarso sobre la mentira… si favorece la causa de Dios.

Volver arriba