Llegan las vacas gordas para la Iglesia.

A partir de Constantino  y Licinio, Edicto de Milán año 313, la connivencia del cristianismo con las autoridades imperiales fue cada vez más estrecha y provechosa para ambos. Tal Edicto fue en realidad continuación del que dos años antes emitiera el emperador Galerio, “decreto de tolerancia”, que concedía indulgencia a la fe cristiana, les otorgaba legalidad y permitía la erección de templos para su culto.

La figura de Constantino (270/288-337) siempre ha suscitado controversia. Para los cristianos católicos, fue su salvador; para los ortodoxos, santo; para otros, un asesino;  para los historiadores una figura polifacética. Con relación al cristianismo y a diferencia de sus predecesores, Constantino llegó a la conclusión de que los cristianos habían demostrado que no eran ni tan perversos ni tan supersticiosos, ni menos un peligro para el Imperio.

Sin embargo el novedoso interés de Constantino por los cristianos no era ni generoso ni filantrópico. A él y a sus sucesores les importaba mucho tener una masa de ciudadanos dispuesta a secundar su política. Se calcula que, en el inicio del siglo IV, de una población de 60 millones, los cristianos constituían un 15%, 9 millones. Era un número determinante.

Ese interés por los cristianos no encubre el hecho de que Constantino siguiera siendo un emperador continuador de Diocleciano, preocupado por defender la religión oficial y purificarla de malas prácticas y abusos. Siguió ejerciendo de “póntifex máximus”; el ritual para la fundación de Constantinopla fue el prescrito por las normas rituales; participaba en los ritos oficiales… En su afán de purificar la religión pagana, prohibió los sacrificios cruentos, los ritos de adivinación privada y la magia; hizo coincidir el Día del Sol semanal con el domingo cristiano; permitió el culto a su persona como divinidad, etc.

La Iglesia, por su parte, quería aprovechar tal bonanza para difundir su doctrina sin cortapisa alguna y hacerse con la parte más importante de la tarta del imperio. Constantino eximió a los obispos de ciertas cargas civiles; restituyó bienes incautados a la Iglesia; subvencionó la construcción de templos; se preocupó por zanjar conflictos internos, dirimiendo la crisis donatista del norte de África y convocando el concilio de Nicea (año 325) encaminado a poner coto a la herejía arriana y a encontrar una fórmula dogmática para salvar la unidad de los cristianos (primera formulación del credo).

A partir de ese año, 313, el cristianismo se extendió principalmente en el ejército y entre los funcionarios. Fue una religión principalmente ciudadana, frente a la religión practicada en los “pagi”, en el campo, tradicional y aferrada a sus dioses protectores. De ahí el término “paganos”.

Poco a poco la Iglesia fue obteniendo privilegios y ampliando sus prerrogativas legales y, finalmente, con Teodosio,  adquirió la suprema distinción de ser la única religión de todo el Imperio. Al mismo tiempo, surgen en el cristianismo las grandes figuras del mismo, los llamados Padres de la Iglesia y los prolíficos escritores que fijaron la doctrina definitiva, sea con sus escritos, sea en los primeros concilios ecuménico: Atanasio, Gregorio Nacianceno, Basilio, Juan Crisóstomo, Jerónimo... y Ambrosio, Agustín, etc.

Un paréntesis hubo en esta progresión, el del breve periodo del emperador Juliano II (331-363), que apenas ejerció de emperador durante dos años. Sobrino de Constantino, se libró del aniquilamiento de su familia, él y su hermano Galo. Fue denominado por la Iglesia “el apóstata” porque había sido educado en la fe cristiana y abjuró de ella. Su preceptor le hizo conocer la filosofía neoplatónica y las tradiciones paganas, lo que le llevó a renegar de la fe cristiana, para él rayana en el fanatismo. Hacia el 351 se inició en los misterios de Mitra, aunque también tuvo una relación estrecha con San Basilio, Orosio, San Gregorio Nacianceno y otros.

Fue una gran figura del mundo antiguo, digna de mejor recuerdo y conocimiento. En ese mundo donde comenzaba a imperar el fanatismo y la intolerancia, el comienzo de su gobierno en el 361 supuso un aire fresco para la sociedad. Dice de él Amiano Marcelino: “…sabía hacerse respetar sin ser cruel, buscando tomar cuenta de las circunstancias y de las personas; reprimía los vicios mediante castigos ejemplares y amenazaba con la espada más que la usaba”. Afirma Amiano que él reunía la sabiduría de Tito, la clemencia de Antonino Pío y el gusto por la perfección y el bien.

Dice Juliano en una de sus cartas:

Para persuadir a los hombres e instruirlos, hay que recurrir a la razón, no a los golpes ni a los insultos ni a los suplicios físicos. …aquellos que tienen celo por la verdadera religión no molesten, ni ataquen ni insulten a las masas de galileos. Hay que tener más piedad que odio por aquellos que tienen la desgracia de errar de una manera tan grave.

Promulgó un edicto de tolerancia y puso cortapisas a las ambiciones del cristianismo, aunque sin recurrir en ningún momento a la violencia. Puso límites legales a rápida expansión del cristianismo; prohibió a los cristianos la enseñanza, que no era tal sino puro adoctrinamiento; abrió de nuevo los templos de la religión anterior; volvió a conceder puestos oficiales a los  excluidos paganos.

En su campaña contra los persas, años 363, fue herido, muriendo poco después en su tienda. Corrió el rumor de que había sido San Basilio el que le había herido con una lanza. A su muerte, toda su obra de renovación pagana finiquitó. Los cristianos tenían expedito el camino para su definitiva apoteosis.

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