María virgen, un problemón durante siglos.

Llegar a una explicación que explique lo inexplicable es asaz difícil, cuando no imposible. Claro que también se puede perder… un imperdible. Es lo que sucede con María cuando, siendo humana, ha de entrar en contacto obligado o en colisión con naturalezas divinas. El Concilio de Éfeso dijo lo que dijo sobre María madre de Dios, pero el argumento del opositor condenado Nestorio no cayó en saco roto. Todavía los cristianos de Irak, Irán y la India siguen sus pasos. 

La victoria del que no tiene razón o tiene poca, dura poco. O dura mientras sostiene en su mano la espada. Veinte años después de Éfeso surge en la palestra la teoría monofisista [monos+füsis, una única naturaleza en Jesús] del archimandrita de Constantinopla, Eutiques. El Sínodo de Constantinopla (448) excomulga a Eutiques pero el Sínodo de Éfeso (449) le da la razón. El Concilio de Calcedonia (451) dictamina  que en Jesús hay dos naturalezas unidas, pero distintas. La Iglesia ortodoxa dijo que ya estaba bien de imponer y que no: Armenia, Georgia, Siria, Etiopía y los coptos de Egipto han mantenido hasta hoy sus convicciones monofisistas.

Las trifulcas con descalificaciones y condenas mutuas duraron siete siglos con soluciones de lo más variado: el monotelismo (dos naturalezas, una voluntad) de Sergio I de Constantinopla; el apoyo del Papa Honorio que, hablando “ex cathedra”, apoyó el monotelismo y luego, al morir, fue excomulgado; los maronitas del Líbano, opuestos a Calcedonia… Pues eso, siete siglos disputando sobre una gran tontería, las naturalezas de Jesús: arrianos, nestorianos, monofisistas, monotelistas… Al final, los cristianos de hoy día creen lo que les dice la Iglesia, sin entender nada y, lógicamente, sin discutir nada.

Lo de Jesús quedaba claro: hijo del Padre e hijo de María; dos naturalezas unidas, la divina y la humana; dos voluntades, divina y humana; con un verdadero cuerpo humano. ¿Pero, y María? Concluido el asunto de “madre de Dios”, quedaba lo de la virginidad, algo que le ha producido a la Iglesia quebraderos de cabeza, porque había que mantener el mito de concepción y parto virginales. Resulta hilarante, jocoso, extravagante y hasta divertido ver cómo hombres sesudos tratan de dilucidar lo que sea la virginidad, cuando ésta se reduce a la integridad de uno centímetros de carne vaginal, el himen.

En los primeros tiempos, es seguro que nadie podría haber sustentado la virginidad de María, después de haber concebido y parido un niño. Y hoy todavía seguimos preguntando por qué ese empeño de la Iglesia en hablar de María-Virgen si con titularla “madre” bastaba. En la segunda generación de cristianos, ya hubo voces sensatas que ponían las cosas en su sitio, frente a fantasías encomiásticas: Marción, Joviniano y Tertuliano, por ejemplo.

Y llegó: es dogma de fe que María fue virgen antes, durante y después del parto [Sínodo de Letrán, año 646]. ¿¡!? Esto implica que ni tuvo relaciones sexuales con José ni parió según la naturaleza a Jesús ni tuvo más hijos. Resulta grotesco que para mantener esto, tergiversen la traducción de Mateo 1.25 y conviertan a los “hermanos de Jesús” en primos. Pecando de ironía o de blasfemos, hoy tendría más fácil conservar María la virginidad: fecundación asistida, cesárea y relaciones sexuales posteriores masturbatorias.

Pero volviendo al porqué de esta obsesión por la virginidad, que nadie con dos dedos de frente puede entender, se nos ocurre pensar en esas mentes perturbadas, monjes y clérigos, que ven pecado en lo que es ley de la naturaleza. Lo que no catan, lo detractan y condenan.

Se nos ocurre, asimismo, que traen a colación citas bíblicas tergiversadas o traídas por los pelos. Isaías 7.14: “He aquí que una virgen está encinta y da a luz un hijo al que dará el hombre de Enmanuel”, que recoge luego Mateo 1.22. Traducen “doncella” por “virgen” y tan contentos. También tergiversan y recogen por los pelos una cita de Ezequiel 44.2: “Esta puerta estará cerrada, no será abierta, nadie entrará por ella porque Yahvé, Dios de Yisrael, ha entrado por ella”.

Y para que la cosa, el dogma, quedara claro y consagrado, el Concilio de Trento reafirmó la doctrina de la virginidad en 1555 con una Constitución, “Cum quorundam”. El primero que puso en solfa tal constitución fue Lutero, al que le pareció normal que María pariera como paren todas y tuviera relaciones sexuales después de nacer Jesús.

Y la Iglesia, por aumentar la mitografía de María, siguió añadiendo dogmas: en 1854 la Inmaculada Concepción y en 1950, la Asunción. ¿Qué decir de esta solemnes tonterías? Añádase que han tardado casi dos mil años en saber todo esto.

Resulta curioso que “eso” de la Inmaculada fuera defendido por los franciscanos pero combatido por los dominicos: el mismísimo Santo Tomás negó que María fuera preservada del pecado original. Y más curioso todavía que, para proclamar tal dogma, Pio IX pidió el refrendo de los obispos: de 665, respondieron positivamente 570, afirmando que “en las Sagradas escrituras hay testimonios que  prueban sólidamente la inmaculada concepción de María”.

O sea, como decía Nietzsche: “En teología no hay hechos, sólo opiniones”.

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