¡Ovejas...! Desaparecen ciertos símbolos.

Siempre y permanentemente estarán ahí los "hechos naturales" como símbolo y expresión de lo que la espiritualidad vive como morir y renacer: por primavera todos los años se produce y reproduce la resurrección de la naturaleza... Asimismo los dioses occidentales mueren en invierno y resucitan en primavera. Todo muy "natural".
Son símbolos nacidos en tierras donde están bien definidas las cuatro estaciones. La simbología de los territorios monzónicos es otra y más sinjiestra y terrorífica aquellos donde o bien el sol desaparece durante un largo periodo de tiempo, países septentrionales, o donde el sol es abrasador, como los dioses aztecas. He aquí un elemento que podría hacer dudar de la verdadera entidad de los productos intelectuales, mentales y vivenciales religiosos.
Hoy el Evangelio trae a colación un símbolo que ha servido para muchas alegorías sobre la protección de Dios respecto a sus "hijos": el pastor y las ovejas. Ha sido el sustento de infinidad de relatos, obras pictóricas y esculturales, poemas y homilías durante siglos.
Hace una semana tal símbolo dejó de existir en mi pueblo. El último pastor, al llegar la hora de su jubilación, vendió sus doscientas ovejas, ésas que hacían paisaje en la lejanía de las lomas. Se ha quedado con un perro de los tres que tenía. Lo que es "natural" en la vida, supone una pérdida irreparable. Las nuevas generaciones, ésas que sólo visitan el pueblo en los días de vacación, ya no tendrán elementos comparativos reales cuando oigan hablar del "buen pastor".
Hay asimismo una desfiguración, quizá hasta interesada, de la imagen del pastor. No deja de ser una persona. Y las más de las veces una persona inculta que se ha quedado en el escalafón más ínfimo de la sociedad. Quizá fuera por despecho, por no soportar el paso hacia la nada, pero el otro pastor en el trance de tener que dejar sus ovejas, ahorcó a sus perros en una encina del monte. Y si hay alguien que "ama" a sus perros más que nadie, es el pastor.
También he conocido lo contrario. El primero de los tres que había en el pueblo tenía un bagaje de cultura natural impresionante. Me pasaba la shoras muertas charlando con él, recorriendo parajes cercanos, hablando de lo divino y lo humano... Me impresionó constatar en la realidad aquello que se dice en el Evangelio: "Yo conozco mis ovejas y mis ovjeas me conocen a mí". En sus palabras: "¡Anda, no las voy a conocer una por una! Pues ¿qué haría yo si no las conociera?"
Sabía por la forma de andar, de mirar, de esconder la cabeza... si tal o cual oveja estaba bien o mal de salud. Siempre me maravilló aquella puntería para cortar la cabeza a una serpiente con una piedra plana. O explicarme para qué servía cada una de las hierbas que tenía colgadas en las vigas del aprisco, manojos por docenas. Y el significado de cada silbido: para salir del sembrado, para que fueran a la derecha o izquierda, para que este perro o el otro las apartara y dirigiera... Incluso las ventajas del excremento de verano de las ovejas frente al del invierno para el abono de la huerta.
Pues lo dicho: de eso los urbanitas no saben nada. Otra ha de ser la simbología en ciernes, simbología que todavía tardará tiempo en desarrollarse. Y a la par que aquélla, la que surgió de las faenas agrícolas, fenece, muere el entendimiento vivencial de los símbolos del pasado.
El mundo de las ovejas es hoy otro. Cada vez recorrerán menos nuestros campos de Castilla, estabuladas la mayor parte del tiempo. ¿Triste? ¿Una pérdida? No lo sé. Siempre son así los cambios: algo muere para que nazca una vida nueva.