El asunto de la Virgen María no cesa.
| Pablo Heras Alonso.
¿Por qué será que María quiere regresar una y otra vez a este mundo, apareciéndose del modo como lo hace? ¿Y no le da que pensar a la Iglesia que haya sido el siglo XX el de las grandes apariciones de la Virgen? ¿Y no le parece sospechoso que siempre se aparezca a niños y a individuos que están en el límite de su capacidad racional? ¿Y que la mayor parte de las apariciones terminen en fraude y siempre en negocio suculento de la credulidad?
De todas formas, apariciones o fenómenos paranormales se han dado siempre en la Iglesia. En el segundo milenio dicen que ha habido más de veinte mil: ángeles, la Virgen, apóstoles, santos diversos, Jesucristo, incluso el demonio en sus más variadas formas. Y los hay de lo más extravagante, como los referidos por San Bernardo, por ejemplo, o por Santo Domingo de Guzmán. Y no hay santo cuya biografía se precie que no refiera las más variadas apariciones.
La Iglesia católica celebra con toda pompa la Asunción de la Virgen; la ortodoxa, sin embargo, exalta más la “Dormición de la Zeotokos”. Los protestantes, por su parte, juzgan escandalosa la multitud de dogmas referidos a María y consideran su culto como una verdadera mariolatría.
Y si se considera objetiva y desapasionadamente el culto a María,
“la Virgen ha ocupado en el catolicismo el papel de una oficiosa ‘cuarta persona divina’, para colmar la evidente necesidad de dulzura femenina, o de dulce feminidad, ambas ausentes en la masculina mitología de la Trinidad y en la truculenta iconografía de Jesús” [G. Odifreddi].
A finales del siglo V y comienzos del VI comenzaron a popularizarse plegarias específicas dirigidas a la Virgen: el Ave María, la Salve Regina, el Magníficat. Más tarde el Stabat Mater, Alma redemptoris mater, Regina coeli e himnos propios de cada festividad mariana. Las fiestas de la Virgen, por otra parte, jalonan el Año Litúrgico impregnándolo de dulzura y afecto.
Algo que llama la atención a quienes hemos conocido ya siete papas es cómo, desde Pablo VI, cada uno de ellos ha competido con los demás por ver quién era más amante de la Virgen. El más significado de todos, Juan Pablo II. En algunos momentos, pareció hasta ridículo: en el atentado contra él, 13 mayo 1981, consideró la fecha como protección de la Virgen de Fátima. La bala está engarzada en la corona de la Virgen, en Fátima. Ridícula resulta su credulidad, muy superior a la de la vidente Lucía, encerrada en un convento para impedirla hablar de más, porque en algunas cartas ya muestra ciertas dudas sobre su relación con Dios.
Nada menos que cuatro veces peregrinó JP2 a Fátima: 1967, 1982, 1992 y 2000. En este año fue el secretario de Estado, Ratzinger, el que adjudicó el 3er secreto de Fátima a la persona del papa JP2, secreto de lo más truculento, como suele ser normal en las visiones.
Hay que reconocer que el asunto mariano ha sido un venero fecundo de arte. La maternidad de María retrotrae a las masas a su primera infancia y vuelve a todos niños; la presencia de María en la Pasión de su hijo provoca ríos de lágrimas en las procesiones de Semana Santa al escuchar las doloridas saetas; las esculturas de “dolorosas” provocan la histeria desconsolada en los píos fieles; son innumerables las composiciones musicales del Stabat Mater y no digamos del Ave María. [[1]]
Todo en el arte referido a María expresa precisamente lo dicho arriba, la necesidad de un “eterno femenino” en el culto cristiano, a semejanza de otras religiones donde la figura femenina es omnipresente, v.g. la religión hindú.
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[1] Si posible me fuera, acompañaría este párrafo con el Ave vera virginitas, de Josquin Despres o con la serie de motetes marianos de Francisco Guerrero.