Con la iglesia hemos dado, Sancho... II, 9. (3)
Por lo mismo, extrapolamos la anécdota a todo el texto cervantino para asegurar que en ningún momento quiso ironizar o lanzar diatribas ocultas contra la Iglesia. Por varias razones de peso, la primera porque era un cristiano convencido; la segunda porque nadie habría entendido tal salida de tono en una sociedad sumamente cristófila; la tercera porque eso no lo habría consentido la censura; y por último, porque los tribunales, incluso civiles, habrían tomado cartas en el asunto.
Pero eso no es óbice para hacer mención del corsé crédulo en que tanto vida como texto literario se hallaban constreñidos.
El Concilio de Trento había terminado sus sesiones hacía pocos años; sus decisiones rápidamente se difundieron por toda la cristiandad, que es como decir el sur de Europa. España, entonces la mayor potencia de Europa, hizo espada de la doctrina del Concilio y se puso en la vanguardia de su defensa. Por otra parte, en ello se desangró y malgastó ingentes recursos.
Es la época álgida de la Contrarreforma. Y es la época en que Roma administraba las voluntades de toda la cristiandad. Era la garante del orden establecido, pugnando, por otra parte, por defender su poder, sus posesiones y sus privilegios, utilizando la herejía en su provecho.
En esta lucha a muerte contra las ideas secesionista, no se utilizaron armas teológicas ni argumentos escriturísticos ni palabras o escritos pastorales: empleó con todo rigor la espada y el fuego. Parecería que puso en el frontispicio de sus decisiones las palabras evangélicas de Lucas, 49, 12 o Mateo, 10, 34: ¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división... ...No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada, porque he venido a poner en enemistad al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra...
Principalmente en los siglos XIV a XVI, en España la autoridad de la Iglesia lo abarca todo. No sólo doctrinalmente, también políticamente, bien que los enfrentamientos de los reyes con el papa, cardenales u obispos fueran corrientes y constantes.
La Iglesia de España, por otra parte, tenía el monopolio de la enseñanza. De sus universidades salieron insignes eclesiásticos adscritos por solicitud de los reyes a tareas de gobierno. Los arzobispados podrían considerarse un estado dentro de otro estado, con jurisdicción, impuestos y feudos propios aunque en asuntos civiles pareciera que primaba la autoridad de los reyes. Además, en todos los estamentos del Estado se daba la presencia de algún eclesiástico.
El control de la sociedad por parte de la Iglesia desde mediados del siglo XVI fue cada vez más férreo, para evitar el arraigo, por una parte de las ideas protestantes radicales y, por otra, las erasmistas en teoría menos comprometedoras (escritos hay que relacionan a Cervantes con dichas ideas: el libro de Erasmo "Elogio de la locura" podría haber sido la chispa inicial que inspirara a Cervantes a crear su personaje. Américo Castro se apunta a esta hipótesis que otros consideran un tanto descabellada).
La Compañía de Jesús, en cierto modo similar al actual Opus Dei, fue aprobada en 1540 por Paulo III como punta de lanza contra la Reforma. Al poco, consintió la celebración del Concilio de Trento (1543 y 1563) donde tanto tuvieron que decir jesuitas como Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco Torres. Entre las muchísimas decisiones, dos tuvieron enorme relevancia para la sociedad, la re-introducción del Santo Oficio y la censura eclesiástica (el capítulo de la quema de libros del Quijote es un trasunto de lo que sucedió con muchísimas bibliotecas privadas).
Felipe II, casi veinte años más joven que Cervantes, fue un rey dominado y obsesionado por la pureza religiosa. Encarnó, en lo religioso, las ideas más tradicionalistas de la Iglesia Católica, erigiéndose en defensor acérrimo de la pureza de la fe.
Madrid, centro de la actividad de Cervantes, era una ciudad que rebosaba de conventos, iglesias, monasterios e instituciones religiosas paralelas. Generalmente nacían bajo el patrocinio real (por ejemplo, el de las Descalzas y el de la Encarnación) o de los grandes nobles (por ejemplo, el de los Trinitarios descalzos y el de los Padres Capuchinos cerca del Prado). La actual plaza de Santo Domingo debe su nombre al convento que en ella existió. También las distintas Órdenes, como la de Calatrava, tenían su representación en Madrid.
Como ejemplo de algunos centros religiosos madrileños desaparecidos, amén de los que todavía existen, tenemos el Convento del Carmen, de Copacaban, de la Concepción Jerónima, de la Natividad y San José, de Ntra. Sra. de las Victorias, San Felipe el Real, Convento de San Gil, de San Hermenegildo, de San Norberto, de Santa María Magdalena, de San Martín, de la Paciencia, de la Trinidad Calzada, de los Jerónimos (actualmente sólo iglesia)... Añádanse multitud de ermitas e iglesias menores.
Aparte de numerosos festejos con motivo de celebraciones reales --con juegos de cañas o corridas de toros en la Plaza Mayor-- el espectáculo que más concitaba a las gentes eran los grandes autos de fe, con presencia de los reyes y una parafernalia que encogía el ánimo de las gentes sencillas.
No podemos hacernos idea de lo que tales actos influían, aunque podemos adivinar algo. Es de suponer que todo esto producía en las gentes, instruidas o no, un estado de ánimo de enorme respeto, temor y acogotamiento. A nadie se le ocurriría hacer burla o mostrar desdén por las verdades de la fe. Por otra parte, la autoridad eclesiástica controlaba hasta los más mínimos detalles la celebración compulsiva de cuantos festejos religiosos impusiera la autoridad. ¡Ay de aquél que se hurtara a las prácticas religiosas! Pronto podría ser tildado de judaizante o hereje.
Sin embargo, éste que es el lado negativo del fanatismo religioso, no puede hacernos olvidar que el único alimento espiritual digno de tal nombre que recibía el pueblo era la doctrina cristiana. Todos conocían de corrido su contenido esencial, aunque sólo fuera por la reiteración y porque no había otra cosa que aprender.
La religiosidad lo impregnaba todo, una religiosidad que también aunaba en su seno fanatismo, fetichismo y magia. Había frailes que predicaban de la manera más exaltada en las plazas públicas --recordemos la plaza de la Cebada donde se reunían miles de personas para escuchar las arengas de frailes medio locos, obsesionados por la superstición, por la idolatría y por la condenación eterna--.
¿Producía todo esto efectos benéficos en la moralidad pública? En modo alguno. Debido entre otras cosas a la miseria en que vivía la sociedad, robos, violaciones, asesinatos, peleas, duelos... eran el pan nuestro de cada día, como si de una epidemia se tratara. Por otra parte, de la miopía fanática de Felipe II se llegó a la inmoralidad y disolución de Felipe IV (consúltese lo que relatan Ribadeneyra o Barrionuevo [Avisos de...] sobre la sociedad en tiempos de Felipe IV, del que dicen que tuvo más de 40 hijos). De todo ello hay sobradas muestras en el Quijote, reflejando, a veces con sarcasmo y siempre con ironía, la deriva en que España se hallaba inmersa.
Pero no era la Iglesia un valladar contra ese ambiente: era un reflejo más de lo que sucedía en la sociedad. Hay infinidad de casos de frailes implicados en robos, violaciones y asesinatos. Y la vida entre los muros de los conventos no era de mucha edificación. En las altas esferas eclesiásticas lo que primaba era la intriga política.
El supuesto sostenimiento de la pureza doctrinal no era otra cosa que un medio de que la Iglesia controlara y fortaleciera su control sobre cada uno de los aspectos de la vida y la conducta de los súbditos. Era una verdadera dictadura espiritual, cuyo apoyo principal estaba en la Inquisición, no tanto por las condenas que dictó sino, sobre todo, por el miedo que ésta producía en la sociedad. Era una burocracia más, la burocracia del terror, asociada a la del estado.
Ese fanatismo puritano, aunado con los errores en el tratamiento de los moriscos, fue el que propició su expulsión. En la II Parte, capítulo LIV Cervantes relata el encuentro de Sancho con el morisco Ricote. Ricote, según unas fuentes, es la personalización de uno de los últimos lugares donde se reunieron los moriscos antes de su exilio (Abarán, Blanca, Ojós, Ricote, Ulea y Villanueva),aunque, según otros, un morisco apellidado Ricote residente en Esquivias, pueblo del que extrajo Cervantes otros personajes.
El asunto lo trata Cervantes con cariño, doliéndose él en el personaje de el Quijote de la desventura morisca. Un guiño a este hecho puede ser el "descubrimiento" del documento que legó a Cervantes un morisco, Sidi Hamete Benengeli, fuente de El Quijote. Otro, dicen, la ínsula de la que Sancho no sabe que es una isla (en árabe jazzira, aljazzira-Algeciras-Argel).
La expulsión de los moriscos no debió dejar indiferente ni menos insensible a Cervantes, pero no era cuestión de alzar la voz contra decisiones reales de las que dependía su propio sustento. Dicha expulsión, por otra parte, no es sino otra manifestación más del fanatismo y la intolerancia de la clase alta religiosa. La convivencia entre cristianos y moriscos era más normal que entre judíos y cristianos y no había provocado sino leves trastornos sociales. Sin embargo fue la Iglesia la que suscitó su expulsión.
Parece darse, según algunos, una crítica encriptada de Cervantes contra la Iglesia, especialmente contra ciertos estamentos religiosos, frailes, algo que otros dicen traído por los pelos. Por ejemplo, esta cita del Cap. XIII sobre los frailes cartujos de vida tan estrecha como la de los caballeros andantes: Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro Don Quijote-; pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda".
De lo cual se puede deducir lo que se quiera.