Las preocupaciones de la Iglesia
| Pablo Heras Alonso.
Cada época de la Iglesia ha visto cómo se decantaban las diversas preocupaciones o intereses que la embargaban, fueran doctrinales, es decir, todo lo relacionado con el credo del cristianismo, o administrativas, concernientes a la organización del culto o los ritos o con el organigrama de la Iglesia. La segunda etapa del cristianismo comienza en la época de Constantino, centrada toda ella en Jesús, el Padre, la Trinidad y la Virgen. Y estos asuntos fueron temas medulares de la Iglesia durante casi mil años.
Hubo, lógicamente, otros intereses en la Iglesia, inherentes al crecimiento que experimentó en los dos primeros siglos, como la relación con las autoridades, la organización de fiestas y actos litúrgicos, la represión de ideas tergiversadas, la difusión escrita de la doctrina, la organización de las primeras comunidades religiosas, etc. Aspectos todos que presuponen una dogmática clara y consolidada.
La tercera etapa da por superados todos los problemas relacionados con lo que hay que creer (las fuentes de la fe, Jesús Dios y hombre, María, la salvación, etc.) y se centra en organizar “ab intra” la propia Iglesia: la consagración de los obispos; la disciplina del clero; la elección del papa, por citar problemas de organización importantes. E íntimamente relacionada con los asuntos organizativos está la impartición de los sacramentos y, sobre todo, la celebración de la Eucaristía junto a la teología que este sacramento implica. Son temas reiterados durante la Edad Media.
Lo mismo en este asunto de la Eucaristía como en otros, la primera piedra de la fe la pone Pablo de Tarso, porque él se arroga la versión más genuina del mensaje de Jesús. Recordemos la carta I Corintios 10.16 y 11.23 que claramente refiere lo que Jesús hizo y dijo aquella noche del Jueves Santo… con la importante salvedad de que en esa reunión él no estuvo presente:
Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido. Que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío”. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.
Palabras que luego reproduce Lucas en 22.19, lo cual confirma que Lucas se inspira tanto en Marcos como en Pablo.
¿Y de dónde sacó Pablo esta retahíla eucarística que aparece mucho después en los evangelios? ¿Se lo contaron los apóstoles en la primera reunión que tuvo en Jerusalén tres años después de su “conversión”? ¿O fue pura invención suya, transfiriendo al cristianismo las celebraciones o comidas eucarísticas de los misterios griegos? Mucho nos inclinamos por esta última opción.
El milagro de que el pan sea carne y el vino sea sangre es una constante que han reiterado de manera literal hasta nuestros días teólogos y comentaristas de las ediciones del Nuevo Testamento. Y no es lenguaje simbólico o metafórico, es lenguaje “real”. Tomo como ejemplo la edición de la BAC y el largo comentario a Mateo 26.26:
“Este es mi cuerpo. No dijo Jesús “aquí está mi cuerpo”… …Y como una misma cosa no puede a un mismo tiempo ser pan y ser cuerpo humano, de ahí que ‘esto’ que el Señor mostraba, ya no era pan: conservaba sus propiedades sensibles o especies de pan, mas no la sustancia de pan…. …En consecuencia, las dos verdades dogmáticas, la de la presencia real del cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas y la de la transustanciación, están claramente expresadas.”
Cuando algo se cree, se busca su justificación como sea, en este caso ¡en palabras! Habría que recordar a quienes tal definen y defienden, crédulos y doctos teólogos, que la doctrina de la “transustanciación” tardó 1.215 años en definirse (Concilio de Letrán), ratificado en el de Trento. Demasiado tiempo durante el cual todos celebraban la eucaristía pensando sólo en aquel “haced esto en recuerdo mío”. Si ya esto no fuera suficientemente convincente, hay más.
Eso del “cambio de sustancia” lleva a pensar en asuntos filosóficos que nadie sostiene hoy. Si la eucaristía suena a surrealismo teológico, lo de sustancia deriva de otro surrealismo, el filosófico. Aristóteles, la fuente. Distingue el filósofo entre la esencia de las cosas y sus accidentes. La Iglesia ha mantenido a Aristóteles prácticamente hasta mediados del siglo XX, la Escolástica. Y hoy no puede echar marcha atrás.
Distinguir entre sustancia y accidentes como si fuesen dos aspectos diferenciados en las cosas es como distinguir los adjetivos que se aplican al sustantivo y que sirven para hacernos idea clara de lo que el sustantivo es. Y, por conceder algo a Aristóteles, la ciencia identifica la sustancia con la estructura de las cosas y los accidentes con su superestructura; la sustancia es una descripción físico-química que puede transformarse (transustanciarse) en otra por reacciones químicas.
No merece la pena desmentir tonterías teológicas como las referidas a la eucaristía. ¿Qué pretendieron durante la Edad Media con eso de la transustanciación? ¿No bastaba con celebrar una comida recordando la última cena? ¿Y si dejaran que el pensamiento volara libremente, encontrarían a alguien dispuesto a creer tamaños tarugos intelectuales?
Eso sí, las consecuencias de creer o no creer en ello, ha traído secuelas terribles dentro del cristianismo. En la mente de todos están las hogueras dedicadas a incrédulos o profanadores. Recordemos al último chamuscado que en Madrid fue conducido a la hoguera por profanar una hostia, de apellido Ferrer, a mediados del XVII.
A este respecto, ruego a mi amigo ex arzobispo, Fidel Herráez Vegas, que me resuelva tres dudas: primera, ¿cuánto tiempo “está” Jesús en el pan ácimo y cuándo se evapora?; segunda, ¿puede tener valor crematístico la hostia consagrada?; tercera, ¿retirado en Villarmentero, sigue creyendo don Fidel en la presencia real de Jesucristo en la hostia consagrada?