Qué quedará de Francisco.

Citábamos ayer a Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, los siete papas que han colonizado nuestra vida de creyentes, “fieles” antes, pero que al fin hemos derivado en “infieles”.  En nuestra memoria, cada papa con su carisma propio.

Desde luego no podemos evadirnos de la colonización que ha supuesto Francisco en nuestro entramado audio-visual-escrito. Llega un momento, en ciertas celebraciones mundiales, en que a fuerza de querer pasar, no encontramos la manera de evadirnos y tenemos que oír para juzgar. Ante los fastos necrológicos vividos estos días, podemos llegar a la conclusión de que la Iglesia Católica es la religión por antonomasia. Así lo parece a la vista de lo que inunda las televisiones.  

En cada etapa de nuestra propia vida, cada papa presupone una  idealización o una defenestración, dependiendo del afecto o la convicción. Hoy, el papa ya no es lo que fue. Su Santidad ha pasado a ser, para las gentes, quizá Su Dignidad, por líder, por jefe de estado, por lo que sea.

Cuando uno es niño de primera comunión o joven que vive de la ilusión que proporciona la fe, pasa por una primera divinización: ese papa primero de nuestra vida, que sólo existía en la radio, en postales o en las homilías del párroco, era un ser sagrado, un ente divino. Ya no. En estos días de enaltecimiento del difunto, lo que emociona y enternece es su faz risueña, su chabacanería o el anecdotario entre humorístico y folklórico de que hizo gala Francisco, o sea, el hombre, el argentino.

Hoy, Francisco ya no es sólo noticia por él mismo sino por los eventos colaterales y sucedáneos: el lucido ceremonial vaticano, la presencia de grandes dignatarios, las multitudes, lo que va a suceder, los posibles papables y similares. ¿Qué queda entonces de él en nuestra memoria emocional?

A la vista de lo que se ve y dice, Francisco parece haber sido un hombre inmenso. Otra cosa es lo que, prescindiendo de lo visual, queda de su mensaje. La próxima historia nos dirá qué había y queda de él. Como en el poema de Góngora: “...que por el campo buscaban entre lo rojo lo verde”. Ahora diremos entre lo rojo, lo blanco: el cónclave. 

Francisco ha muerto en un momento un tanto borrascoso de la historia del mundo. Parece como si la sociedad necesitara ahora fastos, bien que a primera vista luctuosos, como los presentes. Hay dos guerras que ahogan el corazón, Ucrania y Gaza; hay personajes que enturbian las perspectivas de futuro; en nuestros lares hay gobernantes enfangados; hay tensiones, las más de ellas creadas artificialmente, que sobrevuelan sobre los más enclenques de la sociedad; la pobreza denunciada por Francisco, no disminuye… Fastos como el presente ayudan a evadirnos. Sobre todo porque a ciertos concernidos les viene de perlas.

La Iglesia Católica, ante el enorme gentío de fieles, turistas y curiosos, además de miembros de casas reales y gobernantes varios, hace alarde de ceremonial y magnifica el evento de dar sepultura a su miembro más egregio. No es cuestión de pasar como de puntillas ante el hecho triste de la muerte de su adalid. Es una explosión fastuosa de colorido donde destaca lo rojo, opulencia donde relumbra la monumentalidad de los edificios vaticanos y romanos, seguridad abrumadora, desfiles a paso mortuorio y previsión protocolaria a la espera de otros humos. 

¿Cabe preguntarse, ante tanto fasto, a quién estamos dando sepultura? La pregunta es oportuna porque parece como si el finado siguiera presente entre nosotros; o como si quisiéramos que no desapareciera… sabiendo que así será y que su memoria se perderá, sea tarde o pronto. O como si ya estuviera traspasando el Olimpo donde sus íncolas son dioses. Su memoria dependerá de cómo arribe el nuevo papa, si como viento suave o como ciclón rompedor.

Si prescindimos de tanta parafernalia, Francisco no dejaba de ser un hombre, encumbrado a lo más alto de las glorias humanas, pero en el fondo y cuando se retiraba a la soledad de su alcoba, un viejo a punto de amortizar su vida. Lo otro, incluso para él, que quería hacer gala de sencillez, humildad, sentido común, humor y normalidad, era humo, el humo que suele atontar a la mayoría de los hombres y especialmente a aquellos gobernantes de medio pelo como los nuestros.

Sucede con frecuencia que aunque uno quiera actuar, hablar y aparecer según los principios que le animan, el boato o entramado del ámbito en que vive puede amortiguar los ímpetus, incluso entontecer al personaje o llevarle por sendas congruas o condescendientes con "lo real". ¿Le sucedió eso a Francisco? Dicen que sí, que la mayor parte de sus pensamientos no llegaron a hacerse realidad. Y de ahí que derivara hacia un populismo rústico, cosa que muchos loan.

Cierto, la mayor parte de las opiniones se hacen lenguas de ese su carácter. Incluso lo ha dicho nuestro gran estadista, el que gobierna nuestro país. Dice que él no ha cambiado, que lo que ha cambiado ha sido el mundo, el entorno, la sociedad. Con rigor, eso habría que aplicar al papa que nos abandona. Siempre se ha mostrado con idéntico talante en situaciones tan variables como las que hemos conocido. Eso parece de puertas afuera y que si así fuera, sería meritorio. ¿Y de puertas adentro, qué dicen obispos y cardenales?

Sin entrar en el reducto de los creyentes ni salir, que esto ya lo hemos hecho, como no somos quiénes para juzgar o apreciar lo que para la congregación de fieles católicos ha supuesto su “reinado”, dejemos que los especialistas en analizar los entresijos vaticanos de un signo y su contrario opinen. Y fieles e infieles con suficiente sentido crítico, elijan lo que se acomode a tal criterio… si realmente y transcurridos cien años les importa algo el personaje que fue Francisco.

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