EL CARDENAL QUE PERDIÓ EL “OREMUS”
La vida es un rosario de pérdidas –extravíos- de personas y cosas. El apartado o sección de objetos, y sujetos, “perdidos”, es muy frecuentado. Se pierden la misma vida, el honor, el norte, la chaveta, la virginidad, los hijos, los padres, el amor, el crédito, las batallas, el color, el camino, el oído, la fe… Y también, y con sagrada mención litúrgica de santo anticlericalismo, con las correspondientes bendiciones académicas, es posible perder el “oremus”, que en su principal acepción quiere expresar “perder el hilo, el juicio, el control, la conducta o la idea de lo que se va a hacer o decir”, equivalente a comportarse como un despistado o desorientado”. Es posible que la religiosidad popular elevara a categoría convivencial la situación en la que se encontrara quien, habiendo llegado tarde a la misa, se perdiera entre sus oraciones, al no descubrir cual era el “oremus” ritual que las antecedía y les confería sentido y contenido.
Y muy recientemente, y de modo espectacular, con tañidos de campanas –medios de comunicación- universales, nada menos que al Eminentísimo Cardenal purpurado de Valencia se le ocurrió perder el “oremus”, eligiendo para ello una intervención pastoral en el “desayuno de trabajo” concelebrado, del “Forum Europa – Tribuna Mediterránea”. De entre las expresiones cardenalicias, previa solemne y desafiante confesión por su parte, de que “me podrán tachar de integrista, o de lo que quieran, pero no me importa, que para eso soy libre”, destacan algunas, referidas a la “invasión de emigrantes y refugiados, que no todos son trigo limpio”. “¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?”. ”Hay que apagar el fuego que parece amenazar España”. “Con la que nos viene ahora no se puede jugar”. “No se puede jugar con la historia, ni con la identidad de los pueblos”. “¿Vienen porque son perseguidos? Muy pocos lo son, y ni siquiera por el hambre”.
“Unos y otros son y significan otros tantos “caballos de Troya” dentro de las sociedades europeas, contribuyendo a debilitar la unidad de España, que es un bien moral, una realidad histórica y un proyecto común, hoy expuesta a atentados por parte de otros”. “Me preocupa y me duele España, y todo lo que ella representa”. “La unidad de España es un bien moral, digan lo que digan”, sin dejar de mencionar con su descalificación correlativa, al colega –“hermano en el episcopado”- , hoy al frente de la diócesis de Solsona, quien mandó echar al vuelo las campanas parroquiales en uno de los días de reafirmación soberanista catalana. La proclamación de que “la Iglesia es la que defiende al hombre por encima de todo”, fue otra de las perlas que a los “co- desayunantes” del “Forum”,y a la opinión pública en general, les regaló en Cardenal en la apoteosis de su perorata pastoral y patriotera, tal vez sin pensar que, por ejemplo, a las mujeres allí presentes tendría que resultarles extraña e injusta la situación que, por mujeres, padecen en la Iglesia.
No es mi intención comentar las citadas palabras del Cardenal Arzobispo de Valencia y otras que, por aquello de que “ex abundantia cordis, os lóquitur” quedarían inéditas. Políticos, ateistas y aún católicos, no se han privado de comentarlas, hasta saduciendo abundantes y certeras citas evangélicas, con el cálido e interpelador recuerdo al ejemplo de Cristo Jesús, experto en el trato misericordioso con los “caballos de Troya”, con los deportados y hambrientos, y a quien le sobraron ministerialmente cualquier mitra o capisayo, que pudiera distinguirlo del resto de la ciudadanía, de los pobres y de la cofradía de los pecadores en cualquiera de sus versiones, en conformidad con la nomenclatura de la religión oficial y de sus secuaces.
Y esto es lo que tenemos. Otro obispo, pero con mayores y más ricos atuendos sáuricos -por lo de lo cardenalicio-, que pierde el “oremus”, y que en un inocente, analgésico y “desalcoholizado” desayuno se despacha, sin percatarse de si en otras ocasiones él mismo se había expresado de manera distinta, de si el evangelio está todavía vigente, o si el Papa Francisco sugiere y recorre caminos de Iglesia predicados por uno de los sucesores de San Juan de Ribera.
Constituye una barbaridad anti evangélica, y un anacronismo eclesiástico, la vigencia del sistema de los nombramientos –que no elección- de los obispos, con singular mención para los de España. En su episcopologio tienen cabida, y se justifican, – todas –casi todas- las pérdidas de “oremus”, de los que de vez en vez algunos llaman la atención en proporciones mayores. ¿Pero quién, o quienes, nombran a los obispos? ¿Para cuándo la publicación pormenorizada, con referencias a los “méritos” de quienes rigen –administran- las diócesis , y cuales, y de qué procedencia “religiosa” son los asesores, que promocionaron sus nombres, les bordaron sus mitras y pagaron las facturas de sus báculos, aunque estos sean ahora de madera de boj, de alcornoque o de encina, y redactarán sus Cartas Pastorales?
Así las cosas, no sorprenderá en exceso que unos pierdan el “oremus”, y otros la silla arzobispal, también cardenalicia, a tenor de la frase popular que “quien fue a Sevilla, perdió su silla”.
NOTA: Redactada esta reflexión, acaba de “pedir perdón” el Cardenal de Valencia. Aunque para algunos este gesto sea fórmula ritual insubstancial, apuesto que en este caso lo del “dolor de corazón, propósito de enmienda, examen de conciencia y, en lo que cabe, reparación debida”, le confiere a la confesión del purpurado plena y activa consistencia. Y es que también el “oremus” que se perdiera en alguna precipitada y misteriosa ocasión, gracias a la gracia, y a la misericordia de Dios, puede también encontrase.
Y muy recientemente, y de modo espectacular, con tañidos de campanas –medios de comunicación- universales, nada menos que al Eminentísimo Cardenal purpurado de Valencia se le ocurrió perder el “oremus”, eligiendo para ello una intervención pastoral en el “desayuno de trabajo” concelebrado, del “Forum Europa – Tribuna Mediterránea”. De entre las expresiones cardenalicias, previa solemne y desafiante confesión por su parte, de que “me podrán tachar de integrista, o de lo que quieran, pero no me importa, que para eso soy libre”, destacan algunas, referidas a la “invasión de emigrantes y refugiados, que no todos son trigo limpio”. “¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?”. ”Hay que apagar el fuego que parece amenazar España”. “Con la que nos viene ahora no se puede jugar”. “No se puede jugar con la historia, ni con la identidad de los pueblos”. “¿Vienen porque son perseguidos? Muy pocos lo son, y ni siquiera por el hambre”.
“Unos y otros son y significan otros tantos “caballos de Troya” dentro de las sociedades europeas, contribuyendo a debilitar la unidad de España, que es un bien moral, una realidad histórica y un proyecto común, hoy expuesta a atentados por parte de otros”. “Me preocupa y me duele España, y todo lo que ella representa”. “La unidad de España es un bien moral, digan lo que digan”, sin dejar de mencionar con su descalificación correlativa, al colega –“hermano en el episcopado”- , hoy al frente de la diócesis de Solsona, quien mandó echar al vuelo las campanas parroquiales en uno de los días de reafirmación soberanista catalana. La proclamación de que “la Iglesia es la que defiende al hombre por encima de todo”, fue otra de las perlas que a los “co- desayunantes” del “Forum”,y a la opinión pública en general, les regaló en Cardenal en la apoteosis de su perorata pastoral y patriotera, tal vez sin pensar que, por ejemplo, a las mujeres allí presentes tendría que resultarles extraña e injusta la situación que, por mujeres, padecen en la Iglesia.
No es mi intención comentar las citadas palabras del Cardenal Arzobispo de Valencia y otras que, por aquello de que “ex abundantia cordis, os lóquitur” quedarían inéditas. Políticos, ateistas y aún católicos, no se han privado de comentarlas, hasta saduciendo abundantes y certeras citas evangélicas, con el cálido e interpelador recuerdo al ejemplo de Cristo Jesús, experto en el trato misericordioso con los “caballos de Troya”, con los deportados y hambrientos, y a quien le sobraron ministerialmente cualquier mitra o capisayo, que pudiera distinguirlo del resto de la ciudadanía, de los pobres y de la cofradía de los pecadores en cualquiera de sus versiones, en conformidad con la nomenclatura de la religión oficial y de sus secuaces.
Y esto es lo que tenemos. Otro obispo, pero con mayores y más ricos atuendos sáuricos -por lo de lo cardenalicio-, que pierde el “oremus”, y que en un inocente, analgésico y “desalcoholizado” desayuno se despacha, sin percatarse de si en otras ocasiones él mismo se había expresado de manera distinta, de si el evangelio está todavía vigente, o si el Papa Francisco sugiere y recorre caminos de Iglesia predicados por uno de los sucesores de San Juan de Ribera.
Constituye una barbaridad anti evangélica, y un anacronismo eclesiástico, la vigencia del sistema de los nombramientos –que no elección- de los obispos, con singular mención para los de España. En su episcopologio tienen cabida, y se justifican, – todas –casi todas- las pérdidas de “oremus”, de los que de vez en vez algunos llaman la atención en proporciones mayores. ¿Pero quién, o quienes, nombran a los obispos? ¿Para cuándo la publicación pormenorizada, con referencias a los “méritos” de quienes rigen –administran- las diócesis , y cuales, y de qué procedencia “religiosa” son los asesores, que promocionaron sus nombres, les bordaron sus mitras y pagaron las facturas de sus báculos, aunque estos sean ahora de madera de boj, de alcornoque o de encina, y redactarán sus Cartas Pastorales?
Así las cosas, no sorprenderá en exceso que unos pierdan el “oremus”, y otros la silla arzobispal, también cardenalicia, a tenor de la frase popular que “quien fue a Sevilla, perdió su silla”.
NOTA: Redactada esta reflexión, acaba de “pedir perdón” el Cardenal de Valencia. Aunque para algunos este gesto sea fórmula ritual insubstancial, apuesto que en este caso lo del “dolor de corazón, propósito de enmienda, examen de conciencia y, en lo que cabe, reparación debida”, le confiere a la confesión del purpurado plena y activa consistencia. Y es que también el “oremus” que se perdiera en alguna precipitada y misteriosa ocasión, gracias a la gracia, y a la misericordia de Dios, puede también encontrase.