CONVERSIÓN DENTRO DE LA IGLESIA

El término “conversión” en la pluralidad de sus acepciones positivas, define integralmente a la Iglesia, a los cristianos y aún a quienes de alguna manera, y en general, se sienten responsables de ser y ejercer como personas. “Conversión” y “persona” son conceptos que han de relacionarse entre sí en el camino, proyecto, evolución y perfeccionamiento de los seres humanos. “Conversión” y “persona” es tarea, compromiso, vocación y misión indisolublemente ligadas, aún más, “religadas” en cualquier planteamiento religioso.

“Cambio de mentalidad y de vida”, y “nacer de nuevo”, es –será- , por supuesto, programa esencialmente cristiano, basado en las propias esencias del santo bautismo, si la recepción de tal sacramento fuera acompañada de las condiciones exigidas por la catequesis, el evangelio y el pensar y sentir real de la institución eclesiástica, al margen de rutinarias tradiciones y de características sospechosamente sociales, más que religiosas. Y que conste ya desde el principio de estas sugerencias que el objeto y sujeto de esta “conversión” no son precisamente las ceremonias, los ritos y los signos y “sacramentos” definidos por la liturgia y los cánones que habrían de multiplicarse aún más. Es la vida, en el marco de las relaciones político-sociales, profesionales, cívicas, económicas y convivenciales, en el que la conversión se proyectará y practicará en conformidad con criterios ciertamente evangélicos, es decir, cristianos de verdad.

Seguidamente vuelvo a apuntar algunos de los muchos espacios de la Iglesia en los que la “conversión” se hace hoy más concluyente, perentoria y precisa:

. La formación- información religiosa clama por su renovación desde sus principios y fundamentos más elementales. La instalación a perpetuidad, en la catequesis, aún impropia para principiantes y neófitos, es capítulo relevante que, pese a las buenas intenciones de los componentes de los organismos adoctrinadores oficiales, sus aciertos son pocos, tal y como lo demuestran los frutos posteriores, hasta inferiores en calidad, a los de quienes se cultivaron en colegios y centros reconocidamente “religiosos”, católicos, apostólicos y romanos.

. Cuanto se relaciona con la mujer en la Iglesia, es artículo de primera necesidad, teológica, política social y aún humana. Mujer-persona y derechos humanos e Iglesia demandan replanteamientos seriamente evangélicos, que hagan y conviertan a la Iglesia en Iglesia de Cristo.

. La liturgia, en su amplia y teórica gama de posibilidades educadoras en la fe, es ritual añejo en el que con insalvables dificultades apenas si pueden entenderse e interpretarse positivamente palabras, gestos, inciensos, desfiles procesionales, velas, mitras, báculos y ornamentos sagrados de rica y artística confección, que si en plena Edad Media educaron en la fe, en la actualidad deseducan, confunden, embarullan y ofuscan las verdades humanas y divinas.

. Los templos e iglesias en los que se celebran los actos litúrgicos por antonomasia y convocatorias multitudinarias, esperan una rápìda revisión de la teología de la misma “conversión”, que ha de empeñarse por encima de todo en el conocimiento real de la nueva visión del mundo y de los valores que imperan en la vida con capacidad del sentido de solidaridad tanto en relación con la culpa, como con el bien, comprometido siempre en su religación con Dios con los intereses del prójimo.

. Referencias tan frecuentes y desconsoladoras con hombres de la Iglesia oficial en altas esferas, como protagonistas en los círculos y actividades ético- morales más sensibles e integrables en los artículos de los códigos penales, con connotaciones de verdaderos delitos, claman por la actualización y vigencia de cuantas normas contribuyan a la total corrección, remoción o alejamiento de trato, catequesis y “evangelización” de personas, sobre todo en edad infantil, a las que tan graves daños causaron y causan. Liturgia, sin ejemplos de vida, es y significa la teatralización más dramática, profana, blasfema y endemoniada de los misterios sagrados.

. La promoción de comportamientos democráticos en el nombramiento de los obispos y en tantos otros espacios y actividades dentro de la Iglesia, ayudaría a la “conversión- reconversión” de quienes se ocupan de estas misiones y ministerios en los que se registran corrupciones, hoy documentadas, y sin facilonas concesiones a las dudas o a los ancestrales anticlericalismos cerriles ya periclitados.
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