EL FUTURO DE LAS CATEDRALES

Son muchas, comprometidas, comprometedoras, y con fundamentos teológicos, pastorales y aún cívicas, las conclusiones a las que se llega después del peregrinaje efectuado por las catedrales. De entre ellas, destaco algunas:

Catedrales-catedrales hay muchas más que las citadas. Y no solo porque en las mismas tengan su sede -cátedra- los obispos. La identificación en exclusiva de catedral con el templo por antonomasia en las demarcaciones diocesanas es algo contingente. Casi “de quita y pon”, contando siempre, y por encima de todo, con el bien del pueblo, que es lo que de verdad deberá importar, e interesarle a la Iglesia.

Tanto las catedrales-catedrales como las parroquias y otros “lugares sagrados”, no poseen exclusividad alguna para que los cristianos, personal o colectivamente, se relacionen con Dios, le rindan el culto debido y se sientan Iglesia y en común unión - COMUNIÓN – con el mundo. Es posible, cierto para muchos, que precisamente las catedrales es en donde con dificultades mayores -insalvables, a veces- sea factible relacionarse religiosamente con Dios, sentirse hijos, hermanos y hermanas . El obispo, por obispo, lo dificulta en términos y proporciones muy considerables.

Tal y como estos ejercen la función episcopal, con sus solemnes “tomas de posesión”, “entronizaciones” y otras zarandajas litúrgicas y canónicas, hasta el presente, con el previo nombramiento político-eclesiástico, la conversión de lugar y ministerio “sagrados”, precisa urgente y penitencial reforma.

En la mayoría de las catedrales sobran actos de culto. Y santos y santas. No caben más. Ni más novenarios y triduos. No obstante, y tal vez por eso, faltan que la comunión entre obispos y clero, obispos y canónigos y obispos, canónigos y el pueblo, pese a que alguna que otra ceremonia litúrgica, con mascarilla o sin ella, pudiera contradecirlo.

A las catedrales, es decir, a los señores obispos en ellas “entronizados”, les sobran mitras y báculos. Y bendiciones rituales. Y, en grandes proporciones, sobre todo, dosis de inciensos. Y paganerías. Y protagonismos. Y acólitos, con inclusión ilustrísima de los señores canónigos. Sobran protagonismos. Colores y colorines. Y homilías largas y aburridas, siempre las mismas y recitadas con idéntico tono de voz y de gestos y selección de terminología clerical, al margen de la vida y del saber y entender de los jóvenes.

Las catedrales, como espacios únicos y sublimes para relacionarse con Dios, como miembros de la Iglesia, están de más, re- convertidas en anti-sagradas. No es posible rezar, ni comunicarse con Dios y con los demás, en medio de tantas riquezas, tantos simbolismos y ritualismos paganos, rematadamente mal “cristianizados” y con el testimonio permanente, anti- constitucional, ofensivo y absurdo respecto a la discriminación de la mujer y, en general, del laicado, condenado de por vida y seudo- dogmas, a recitar el AMÉN sin ser ni experimentar ser ni pueblo ni “palabras de Dios”.

Las catedrales con precisamente los lugares y las situaciones en las que las discriminaciones campean con fulgores más “irreligiosos”, por tanto, anti sociales y anti-evangelio. El pueblo-pueblo se ha percatado de ello y las catedrales se despueblan, respondiendo al clamor de sus campanas solo en los días de fiesta, para admirar los cortejos o para ser admirados.

Las catedrales- templos (como el de Jerusalén) no fueron lugares de oración que frecuentara Jesús. Templos para tal menester fueron para él los montes y el desierto. Y las noches. Reeducar en este Evangelio es ministerio y condición indispensablemente sinodal “y en salida”. Estos lugares y situaciones son los que, desde el más elemental planteamiento teológico de la ecología, es lo que le hace falta hoy a la Iglesia, tal y como lo proclama el papa Francisco con sacrosanta insistencia.

No es, ni será, solo o fundamental, en la Iglesia, que sus catedrales sean otros tantos museos, con obras de arte únicas en el mundo. Sobre tal condición museística, la verdadera justificación religiosa está en lo de la cátedra episcopal. De no ser así, como acontece con denodada frecuencia, más que obispos, faltarían en las diócesis expertos en arte, cuya solución y arreglo serían más factibles.

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