GRATUIDAD DE LAS TASAS
“A bombo y platillo”, y con notas oficiales u oficiosas, se hizo reciente noticia la desaparición de las tasas de las “nulidades matrimoniales” de los Tribunales Eclesiásticos Diocesanos, en conformidad con el correspondiente “Motu Proprio”, y al dictado de las determinaciones pastorales del papa Francisco. Una noticia más, justa, compasiva y misericordiosa, generada por el homónimo “loco”, hijo del pañero de Asís, que levanta en la mayoría de los pueblos oleadas de esperanza, mientras que en algunos reductos “tradicionales” eclesiásticos y arzobispales, le rezan a la Virgen por su conversión o por su “descanso eterno”…
Las tasas no serán jamás noticias dentro de la Iglesia, si no es para certificar su defunción, desaparición y el arrepentimiento de quienes las hubieran establecido algún día y en ciertas circunstancias. El dinero, con explícita excepción del destinado a “obras de misericordia”, carece de connotación como noticia – “evangelio”, de carácter religioso. Cualquier otra presentación que adopte, o se le haga adoptar al dinero, en relación con la Iglesia, -templos, ministros, liturgia, ceremonias, ritos, acontecimientos, concentraciones de afirmaciones y reafirmaciones de la fe,…-, carecerá de contenido y significación religiosa y, por supuesto, cristiana, forzados los profesionales de la información a ubicar su noticia en tantas otras secciones de las publicaciones de las que son responsables. Otro camino distinto al que parta o facilite el acceso al evangelio y a la difusión salvadora de la doctrina, palabras y ejemplos de vida de sus ministros, administradores y de los “fieles” comprometidos con misión tan venturosa, apasionante y audaz, no sería cristiano.
El dinero no hace más cristianos a sus poseedores, ni los privilegia en ningún orden de cosas, ni los coloca en capillas o en sitiales especiales, ni les confiere títulos de cofrades o archicofrades, ni torna sagradas de verdad las cosas y actividades intituladas “religiosas”. Estas no se compran ni se venden con dinero alguno, por consistente que sea la valoración de sus monedas en los más suntuosos mercados.
La intención y el léxico cristianos relativos al dinero demandan un bautismo permanente y efectivo. por exigencias de la conversión- reconversión que presupone la definición catequística de educación- formación primaria . Las misas no deben “cobrarse”. Por la administración de cualquier otro sacramento no será justificable la aplicación de unas tasas establecidas diocesanamente con fórmulas de aranceles, tarifas o impuestos, o con la vaporosa de la “voluntad”, cuya rentabilidad efectiva resulta ser siempre más pingüe y generosa , aunque menos comercial.
A los medianamente aspirantes a educarse en la fe, lo de “cuanto vale una misa”, si esta es cantada o rezada y si las ceremonias litúrgicas estén o no presididas por más de un sacerdote, y aún excepcionalmente por el obispo, les da la infalible sensación de encontrarse de bruces con el mago Simón, el del Libro de los Hechos de los Apóstoles, empeñado en que estos le “vendieran” en don sagrado del oficio de “hacedor de milagros”.
El cristianismo y sus valores sacramentales no tienen precio. Son gratuitos, al igual que lo es la gracia de Dios. Sus administradores no vivirán de este “trabajo”, ocupación, faena y oficio, cuya denominación y vocación teológica es el de “ministros” de Dios, al servicio de todos los hombres, con el prodigioso convencimiento además de que el cristiano no es el único camino que puede y debe recorrerse en tan importante y decisivo empeño de la salvación.
Las tasas no serán jamás noticias dentro de la Iglesia, si no es para certificar su defunción, desaparición y el arrepentimiento de quienes las hubieran establecido algún día y en ciertas circunstancias. El dinero, con explícita excepción del destinado a “obras de misericordia”, carece de connotación como noticia – “evangelio”, de carácter religioso. Cualquier otra presentación que adopte, o se le haga adoptar al dinero, en relación con la Iglesia, -templos, ministros, liturgia, ceremonias, ritos, acontecimientos, concentraciones de afirmaciones y reafirmaciones de la fe,…-, carecerá de contenido y significación religiosa y, por supuesto, cristiana, forzados los profesionales de la información a ubicar su noticia en tantas otras secciones de las publicaciones de las que son responsables. Otro camino distinto al que parta o facilite el acceso al evangelio y a la difusión salvadora de la doctrina, palabras y ejemplos de vida de sus ministros, administradores y de los “fieles” comprometidos con misión tan venturosa, apasionante y audaz, no sería cristiano.
El dinero no hace más cristianos a sus poseedores, ni los privilegia en ningún orden de cosas, ni los coloca en capillas o en sitiales especiales, ni les confiere títulos de cofrades o archicofrades, ni torna sagradas de verdad las cosas y actividades intituladas “religiosas”. Estas no se compran ni se venden con dinero alguno, por consistente que sea la valoración de sus monedas en los más suntuosos mercados.
La intención y el léxico cristianos relativos al dinero demandan un bautismo permanente y efectivo. por exigencias de la conversión- reconversión que presupone la definición catequística de educación- formación primaria . Las misas no deben “cobrarse”. Por la administración de cualquier otro sacramento no será justificable la aplicación de unas tasas establecidas diocesanamente con fórmulas de aranceles, tarifas o impuestos, o con la vaporosa de la “voluntad”, cuya rentabilidad efectiva resulta ser siempre más pingüe y generosa , aunque menos comercial.
A los medianamente aspirantes a educarse en la fe, lo de “cuanto vale una misa”, si esta es cantada o rezada y si las ceremonias litúrgicas estén o no presididas por más de un sacerdote, y aún excepcionalmente por el obispo, les da la infalible sensación de encontrarse de bruces con el mago Simón, el del Libro de los Hechos de los Apóstoles, empeñado en que estos le “vendieran” en don sagrado del oficio de “hacedor de milagros”.
El cristianismo y sus valores sacramentales no tienen precio. Son gratuitos, al igual que lo es la gracia de Dios. Sus administradores no vivirán de este “trabajo”, ocupación, faena y oficio, cuya denominación y vocación teológica es el de “ministros” de Dios, al servicio de todos los hombres, con el prodigioso convencimiento además de que el cristiano no es el único camino que puede y debe recorrerse en tan importante y decisivo empeño de la salvación.