NOMBRAMIENTOS EPISCOPALES

Con rigurosa y documentada fidelidad con la historia eclesiástica desde tiempos pretéritos a los actuales, es fácil concluir que al episcopado, y a quienes lo componen, les faltan importantes y selectas provisiones y cosechas de teología y de evangelio, lo que equivale a decir que no pocos de sus nombramientos fueron estúpidos, o “faltos de razón” en lenguaje aseado, virtuoso y académico. Profesionalizados en gran parte sus intérpretes, y la mayoría “¡a sus órdenes¡”, es explicable que aserto tan contundente no resulte inhonesto e inverosímil para algunos, como exagerado y hasta escandaloso para otros. Pero la historia es historia, y en algunos de sus capítulos, como el de la “sucesión apostólica”, lo más cristiano y decente es no removerla.

Pero como siempre es bueno y constructivo comenzar por el principio, aún antes de pergeñar y actualizar los “orígenes, consagración y funciones del obispo”, que no son otras que “indicare, interpretari, consecrare, ordinare, offerre, baptizare et confirmare”, es preciso subrayar algunas de las circunstancias anejas al nombramiento de los mismos.

Expertos en la materia aseveran que desde tiempos antiguos se exigió recabar el sufragio del pueblo y del clero diocesano, basados en la doctrina del Papa San León Magno (Epíst. 10,6) quien en el siglo II escribió “qui paefuturus est ómnibus, ab omnibus eligatur”, y en la disciplina común de la Iglesia de que “Episcopus ordinetur electus ab omni populo”. Vacante una sede, por muerte de su titular, el obispo más próximo, o el más anciano de la demarcación, recogía el voto del clero y del pueblo, lo sancionaba con su autoridad, y procedía a su consagración, interviniendo el metropolitano tan solo cuando no hubiera sido posible el acuerdo.

Si algún sacerdote hubiera sido propuesto en vida por el obispo difunto, tal promesa se invalidaba, por anticanónica. En ocasiones, el pueblo elegía por aclamación, cuando se trataba especialmente de sujetos de extraordinaria fama de sabiduría y santidad, tal y como aconteció en Milán, con San Ambrosio, pese a su resistencia. La multitud, previa la firma por parte de un notario, que autenticaba el hecho, lo aclamaba con el ritual grito de “¡Dignus est, dignus est¡”

Bien pronto intervinieron en la elección- nombramiento las autoridades civiles, hasta llegar los emperadores alemanes a adueñarse de la facultad, no solo de los nombramientos episcopales, sino de conferirles la investidura con la entrega del báculo y del anillo, símbolos de autoridad sobre las almas. El papa Gregorio VII consiguió recuperar parte de su independencia eclesiástica en la elección, pese a que no fue ya posible substraerlas por entero de las injerencias dinásticas o estatales. En las “ciudades tributarias de la Santa Sede”, al Papa le estaba reservada la ratificación de los elegidos.

Como también los laicos y los diáconos podían ser elegidos como obispos, uno de los pasos primeros que imponía el ritual de la Ordenación Episcopal, era el de su consagración como presbíteros. Después del año 1000, se añadió a la ceremonia un juramento de fidelidad al Papa “reinante” y a sus sucesores. El antiguo ritual romano vigente entre los siglos III- IX, y el romano- galicano de los siglos X- XVI, son fuentes generosas de lecciones tanto pastorales como políticas, dignas de ser tenidas en cuenta en los tiempos de su vigencia y en los actuales, no encontrándose en la misa de consagración huella alguna de la mitra como signo de poder y de jurisdicción, sino como simple objeto de adorno, hoy y siempre esperpéntico y pagano, así como de los guantes y de la entronización.

En la Roma medieval, y en otras ciudades, terminada la “función religiosa”, el elegido y consagrado se revestía con la capa pluvial y, cabalgando sobre un caballo enjaezado de blanco, y el báculo en la mano, se dirigía entre aclamaciones del pueblo hasta su palacio…¡Qué tiempos aquellos¡, según todavía añoran algunos…

Con honradez y hermenéutica, hay que reconocer que aquellos tiempos episcopales no han cambiado en exceso, sino que casi sigue siendo idénticos a los medievales y a los renacentistas, por lo que la reforma de la Iglesia, tarea primordial del Papa Francisco, son ciertamente supremas, pero inviables, para muchos. Aunque no sean ya los emperadores, ni los nobles, los verdaderos electores de los obispos, lo son las políticas, eclesiásticas o no tanto, y los grupos de presión en la diversidad de sus siglas, las influencias, las subvenciones y los medios económicos.

El pueblo- pueblo, sin la más remota concesión a a procedimientos democráticos de ninguna clase, por muy pueblo de Dios que sea y así se presente y oficialmente lo reconozcan, permanece ajeno al trajín de los nombramientos episcopales y, por tanto, alejado de la Iglesia, comprobando, gracias sobre todo a la colaboración infalible, e inefable, de los medios de comunicación social, que tal sistema está caducado, pasado de fecha, y además es deshonesto, reprobable y, en no pocos casos y ocasiones, hasta de moralidad más que dudosa..
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