El Papa y el piso
El piso forma parte, y prepara para la vida actual, también religiosa, incomparablemente más y mejor que el palacio o que la casa unifamiliar, y en mayor proporción, sobre todo, cuando estos, en su fachada principal, lucen escudos, divisa y blasones, aunque los corone el sacrosanto signo de la cruz. Tanto en su comportamiento ulterior, como en el ejercicio de la profesión, el nacido y criado en un piso se diferencia a las claras del nacido, criado y recriado en una mansión señorial. El leve análisis del dato desvelará, y aún explicará a la perfección, tales desemejanzas, generadas y producidas , tanto por el hecho de haber nacido y vivido en un determinado lugar, como ejercer en el mismo su profesión y autoridad, incluida la misma función religiosa.
Desde esta y tantas otras consideraciones, no poco cristianos llegaron ya a la conclusión de que prefieren que el Papa viva también, y con todas sus consecuencias, en un piso. No obstante, a otros cristianos les parecerá tal contingencia hasta escandalosa, rechazando de plano cualquier proclama de que de esta manera su figura aparecería en más estrecha y cristiana consonancia con las demandas evangélicas hoy prevalentes. La posibilidad de ponerse en comunicación con el Papa y hasta de hacerle una visita en su piso de Roma, con su dirección postal, nombre de la calle, número, letra y distrito postal, les supondría a muchos, cristianos, o no tan cristianos, la confianza de que la Iglesia, por fin, está en disposición de iniciar un cambio, que solamente podría explicarse, producirse y mantenerse en el tiempo y en el espacio, por la gracia de Dios.
No resultaría serio que la operación “piso pontificio” se interpretara como una simple anécdota de carácter satírico, carente hoy de teología y sentido pastoral. Operación “piso papal” trasciende cualquier interpretación que se identifique, tanto con lo irreverente e innoble, como con lo mayestático o divinal. La operación “piso papal” comportaría una vuelta a los primeros y más puros tiempos del cristianismo, en los que los fieles se reunían en casas particulares y en ellas celebraba la Iglesia-comunidad sus actos de culto. Con el tiempo, la “casa de la Iglesia” pasó a conocerse simplemente como “iglesia”, al margen de cualquier concepción o modelo arquitectónico de templo o de “basílica”, propio de actividades estrictamente cívicas o civiles.
La identificación preferente, y para algunos casi esencial, del Papa en los “Palacios Vaticanos”, no puede ser, y mucho menos en la actualidad, objetivo, meta o aspiración eclesial. Esta pretensión rondaría los linderos de lo irreligioso y profano. Cuanto la teología le adscribe a la figura del Papa, prescindiendo de connotaciones históricas transidas de feudalismos apócrifos, habría de lograr con clarividencia grados y consideraciones testimoniales de soteriología y de salvación, incomparablemente mejor desde el piso, que desde el palacio, por muy vaticano que sea, con cuantos son, simbolizan y representan uno y otro.
El hecho de que el Papa viviera en un piso con su familia, hermanos, hermanas y sobrinos a quienes, a su vez, visitaran otros familiares y amigos, le conferiría la posibilidad de establecer y mantener más relaciones de gran utilidad para el planteamiento y desarrollo de su acción pastoral. Vivir “extra” o “supra” las realidades cotidianas, y además “de oídas”, aminora o desfigura la realidad de la vida y, consiguientemente, torna ineficaces las reflexiones y programaciones sobre esta, por muy necesarias, urgentes y profundas, que tengan que ser.
Afrontado y resuelto el problema del piso, el subsiguiente que pudiera generarse con los “palacios vaticanos” , apenas si sería problema, dado que sus aplicaciones al servicio del pueblo, -que siempre es pueblo de Dios-, sin pérdida de su propia, culta y artística identidad, son muchas, y posiblemente, muy dignas del agrado de Dios, sin descartar soluciones tales como la intervención del Gobierno Italiano o de la Unesco.
Antonio Aradillas.