RENUNCIA, PERO NO ”A MEDIAS”
Aunque los niveles de formación-información religiosa todavía no sean los pertinentes, ni siquiera en las esferas oficialmente católicas, a unos les ha sorprendido, y a otros les quedó inédita la intención del papa Francisco expresada recientemente en la homilía de una de misas mañaneras que celebra en la residencia romana de Santa Marta, en la que reside. El adagio latino de “intelligenti, pauca”, traducido al barroco popular castellano de “al buen entendedor le bastan pocas palabras”, apenas si tuvo certera interpretación en el marco pastoral litúrgico en el que se pronunciaron, presentes un grupo de sacerdotes y obispos. El recuerdo de un libro escrito por un renombrado y reconocido miembro “conservador” del Sagrado Colegio Cardenalicio actual, antecedido y avalado con prólogo-presentación del emérito papa Benedicto XVI, se convirtió en certera y principal justificación de sus pontificales palabras.
Estas fueron, es decir, son, las palabras-advertencia “franciscanas” pronunciadas con agudeza, sinceridad, audacia, y nítida claridad e intención, a propósito de la escena que narra el apóstol san Pablo en su epístola a los Efesios, al despedirse de la Iglesia fundada por él, y de la que había de alejarse para proseguir su ministerio: “El sacerdote o el obispo, ni es ni será jamás el centro de la historia. Es un hombre libre que sirvió y sirve sin componendas y sin apropiarse de la grey. Su vida al frente del ejercicio ministerial que la fuera encomendado es la propia de quienes peregrinan… El peregrinaje es de por sí, acción, misión y talante pastorales. No lo es instalarse en la misma. Despedirse, solo a medias, no es evangelio, ni forma parte del ejemplo seguido por san Pablo. Como se vive, se muere y, tal y como hemos vivido, nos despediremos, evitando ejercer cualquier influencia en quienes nos sucedan, por mucho que se intente su justificación con razones propias o ajenas…”
El bendito papa emérito Benedicto XVI pasará a la historia eclesiástica con merecimientos suficientes, como para que el gesto de su renuncia sea estudiado y tenido sempiternamente en cuenta, con letras, signos y reconocimientos brillantemente capitulares, de modo similar a como pasará por haber antes aceptado el cargo, sabiendo positivamente cuanto, en aquellas circunstancias, este llevaba consigo. Pero renunció y ya está. Bendito sea Dios y alabada sea su decisión por los siglos de los siglos, y más, conociendo como él conocía las limitaciones propias y ambientales, tan graves e insalvables, que le constreñían para poder servirle a Dios con fidelidad como obispo de Roma y “Jefe Supremo de la Iglesia Universal”.
El emérito papa se fue, pero no se fue del todo, aunque por el momento no pocos se esforzaran en demostrar la conveniencia de haber decidido permanecer físicamente al lado del nuevo papa, invocando hipotéticas razones de asesor, consejero o amigo. El traslado a su Baviera natal y familiar, o el refugio monástico -contemplación y estudio-, podrían haberle supuesto a la Iglesia tanta o mayor aportación sobrenatural que el retiro vaticano, por el que se optó.
Es posible que así se hubieran obviado algunas tentaciones como la de su conversión en prologuista de un libro, en desacuerdo acentuado con buena parte de las ideas, de la concepción y de la pastoral de la Iglesia, que encarna precisamente su sucesor, el papa Francisco, y quien precisamente no necesita de inamistosidades ni enfrentamientos soslayados intra-curiales.
La renuncia es palabra sagrada. Pero lo es, siempre y cuando haya sido, y sea, llamada de Dios, y no respuesta a exigencias de intereses personales o de grupo. La conciencia, a la luz del evangelio – adoración a Dios y servicio a los hombres-, es la que le confiere los grados suficientes de santidad a la decisión de dejarlo todo – y a sí mismo- por el “Reino de Dios”. La vida, religiosa de verdad, es vida en camino. En tal ministerio y quehacer, no hay nada propio. Todo es de todos. También lo son los caminos. Nada es de nuestra propiedad. Los conceptos de “parroquias en propiedad”, “cargos vitalicios” y “obispos y papas para toda la vida”, pasaron ya, o están a punto de “pasar a mejor vida” En el organigrama de la religión, nada es propio. Ni siquiera el cargo o la vocación.
Por lo mismo, nadie es centro de nadie. Todos somos y estamos en los alrededores, en los entornos y en las periferias. El adoctrinamiento y la catequesis en la otrora impensable asignatura de la renuncia eclesiástica a los cargos y a los ministerios, todavía está inédita en los manuales de ascética y de teología, si bien comienza ya a iniciarse y a probarse en relación con los cánones, aunque siempre con las debidas –o indebidas- prórrogas o excepciones. Da la infeliz impresión de que “saber pasar y pasar a tiempo”, no encaja todavía en la doctrina sagrada. Cuesta mucho abandonar los privilegios, los sinecuras, los nombres y sobrenombres, los atuendos, los títulos y aún los palacios.
“A medias” no es aplicable la renuncia o jubilación que se diga, y sea eclesiástica. Lo de “imprime carácter” es tema discutible y, por ahora, y tal y como están de distanciadas entre las ciencias antropológicas y la teología oficial, sería aconsejable “no meneallo”.
Estas fueron, es decir, son, las palabras-advertencia “franciscanas” pronunciadas con agudeza, sinceridad, audacia, y nítida claridad e intención, a propósito de la escena que narra el apóstol san Pablo en su epístola a los Efesios, al despedirse de la Iglesia fundada por él, y de la que había de alejarse para proseguir su ministerio: “El sacerdote o el obispo, ni es ni será jamás el centro de la historia. Es un hombre libre que sirvió y sirve sin componendas y sin apropiarse de la grey. Su vida al frente del ejercicio ministerial que la fuera encomendado es la propia de quienes peregrinan… El peregrinaje es de por sí, acción, misión y talante pastorales. No lo es instalarse en la misma. Despedirse, solo a medias, no es evangelio, ni forma parte del ejemplo seguido por san Pablo. Como se vive, se muere y, tal y como hemos vivido, nos despediremos, evitando ejercer cualquier influencia en quienes nos sucedan, por mucho que se intente su justificación con razones propias o ajenas…”
El bendito papa emérito Benedicto XVI pasará a la historia eclesiástica con merecimientos suficientes, como para que el gesto de su renuncia sea estudiado y tenido sempiternamente en cuenta, con letras, signos y reconocimientos brillantemente capitulares, de modo similar a como pasará por haber antes aceptado el cargo, sabiendo positivamente cuanto, en aquellas circunstancias, este llevaba consigo. Pero renunció y ya está. Bendito sea Dios y alabada sea su decisión por los siglos de los siglos, y más, conociendo como él conocía las limitaciones propias y ambientales, tan graves e insalvables, que le constreñían para poder servirle a Dios con fidelidad como obispo de Roma y “Jefe Supremo de la Iglesia Universal”.
El emérito papa se fue, pero no se fue del todo, aunque por el momento no pocos se esforzaran en demostrar la conveniencia de haber decidido permanecer físicamente al lado del nuevo papa, invocando hipotéticas razones de asesor, consejero o amigo. El traslado a su Baviera natal y familiar, o el refugio monástico -contemplación y estudio-, podrían haberle supuesto a la Iglesia tanta o mayor aportación sobrenatural que el retiro vaticano, por el que se optó.
Es posible que así se hubieran obviado algunas tentaciones como la de su conversión en prologuista de un libro, en desacuerdo acentuado con buena parte de las ideas, de la concepción y de la pastoral de la Iglesia, que encarna precisamente su sucesor, el papa Francisco, y quien precisamente no necesita de inamistosidades ni enfrentamientos soslayados intra-curiales.
La renuncia es palabra sagrada. Pero lo es, siempre y cuando haya sido, y sea, llamada de Dios, y no respuesta a exigencias de intereses personales o de grupo. La conciencia, a la luz del evangelio – adoración a Dios y servicio a los hombres-, es la que le confiere los grados suficientes de santidad a la decisión de dejarlo todo – y a sí mismo- por el “Reino de Dios”. La vida, religiosa de verdad, es vida en camino. En tal ministerio y quehacer, no hay nada propio. Todo es de todos. También lo son los caminos. Nada es de nuestra propiedad. Los conceptos de “parroquias en propiedad”, “cargos vitalicios” y “obispos y papas para toda la vida”, pasaron ya, o están a punto de “pasar a mejor vida” En el organigrama de la religión, nada es propio. Ni siquiera el cargo o la vocación.
Por lo mismo, nadie es centro de nadie. Todos somos y estamos en los alrededores, en los entornos y en las periferias. El adoctrinamiento y la catequesis en la otrora impensable asignatura de la renuncia eclesiástica a los cargos y a los ministerios, todavía está inédita en los manuales de ascética y de teología, si bien comienza ya a iniciarse y a probarse en relación con los cánones, aunque siempre con las debidas –o indebidas- prórrogas o excepciones. Da la infeliz impresión de que “saber pasar y pasar a tiempo”, no encaja todavía en la doctrina sagrada. Cuesta mucho abandonar los privilegios, los sinecuras, los nombres y sobrenombres, los atuendos, los títulos y aún los palacios.
“A medias” no es aplicable la renuncia o jubilación que se diga, y sea eclesiástica. Lo de “imprime carácter” es tema discutible y, por ahora, y tal y como están de distanciadas entre las ciencias antropológicas y la teología oficial, sería aconsejable “no meneallo”.