SACERDOTES EN COMUNIDAD
Popularmente las casas en las que viven o residen los sacerdotes diocesanos o seculares, y sus familiares en pueblos y ciudades de España son conocidas como “del cura”, “parroquiales”, “del curato” o “casas rectorales”. Son de propiedad eclesiástica, normalmente adosadas a los edificios de los templos respectivos, a veces con inequívoca relación a facilones consentimientos de los responsables de los planes urbanísticos municipales que, en deterioro de la belleza de los mismos conjuntos arquitectónicos, aparecen como desaliñadas e indebidas concesiones por el “ ser vos quien sois” sacerdotal. No hay que olvidar que, entre las “fuerzas vivas de la localidad”, la del cura y la del obispo en el caso de los palacios episcopales, emerge con decidida e inexcusable vocación de distinción y de privilegios.
Pero no es este hoy el problema, objeto de reflexión pastoral, aunque hay casos y situaciones que lo merecieran por su espectacularidad y significado, tanto político como religioso. Cuanto se relaciona hoy con los sacerdotes es fácil y justificable noticia, dentro y fuera de la Iglesia y más en ámbitos populares, en los que sus moradores palabrean y se formulan preguntas como estas: ¿Por qué los sacerdotes-curas han de vivir en los pueblos apartados del resto de la comunidad, solos, o en familia reducida a su hermana y a algún que otro sobrino o sobrina, y en casas más y mejor equipadas que las del resto de la colectividad?
Con razones más que sobradas para quejarse de la situación económica en la que viven en activo su ministerio –oficio, y más en los futuros tiempos de su jubilación, ¿qué argumentos aportan los señores obispos para mantener tantas casas parroquiales , algunas de ellas, ruinosas, o en inmediatas vísperas de lograr tal condición y reconocimiento, al comprobarse que las vocaciones sacerdotales escasean, sin proximidad de arreglo y de solución, y, por tanto, sin motivo alguno para pensar con sensatez y sociología que se trata de un problema meramente coyuntural y pasajero?
¿No será ya necesario revisar la disciplina impuesta por San Carlos Borromeo en 1584, en tiempos post- tridentinos, al igual que por tantos otros obispos, de que los sacerdotes diocesanos vivieran en comunidad, con cuantas ventajas materiales y espirituales lleva consigo este sistema de vida?
De entre estas ventajas destacan los pastoralistas la necesidad urgente de que corporativamente instituciones como la Iglesia le aporten a la sociedad actual ejemplos de vida en común y en solidaridad, elementos supremos de los que carece, pero de tanta importancia para el desarrollo integral de la comunidad. La facilidad de los medios de transporte, les hace hoy presentes también a los sacerdotes en los lugares y situaciones excepcionales de atención pastoral, sin hacer necesaria la presencia física y permanente en los mismos.
Respecto a la puesta a punto y renovación de los procedimientos, ideas y doctrinas pastorales, religiosas y humanas, las aportaciones de los miembros del grupo, y más en los casos en los que los obispos respectivos también participaran, potenciarían sus posibilidades de manera eficaz e inequívoca. Es probable que esta aspiración requiera una reestructuración en el esquema del actual ordenamiento de las diócesis y sus arciprestazgos y entre los “empleados del culto”. Pero las rutinas, por muy “canónicas” que sean, y por fructíferas que en otros tiempos y circunstancias hayan sido, tienen marcada su fecha de caducidad y la mayoría de ellas la rebasaron ya cumplidamente y en deterioro para sus componentes jerárquicos y para el pueblo de Dios en general.
Con la concentración de parroquias -también de diócesis-, el problema del clero en su rica expresión evangelizadora de proclamación del evangelio y ejemplo de vida –“palabra de Dios”- se hará más patente ante propios y extraños, es posible que desaparezcan no pocas susceptibilidades inherentes a los “carrerismos, así como que descienda el “plus” de burócratas, a favor del dinamismo de los organismos estrictamente indispensables.
De las descalificaciones que en los últimos tiempos han irrumpido en todos los estamentos de la Curia Romana, son equitativamente partícipes también las diocesanas ahítas de leyes, normas, cánones e interpretaciones que perduran y hacen efectivos decretos, decisiones y comportamientos decrépitos, sin sentido religioso, sin cultura y divorciados de las realidades eclesiales , distintas de las puramente rituales y administrativas.
Curas- curas, viviendo en comunidad, pero sin votos canónicos, con amistad, sin necesidad de nombramientos “oficiales”, con obispos o sin ellos, al servicio de la Iglesia del pueblo, y no de las “fábricas”, legados y “bienes eclesiásticos”, encarnados en los pobres y en los marginados, será fórmula ideal que contribuya a la reedificación de la Iglesia, al amparo del signo sacramental tan patente que distingue e identifica al Papa Francisco.
Pero no es este hoy el problema, objeto de reflexión pastoral, aunque hay casos y situaciones que lo merecieran por su espectacularidad y significado, tanto político como religioso. Cuanto se relaciona hoy con los sacerdotes es fácil y justificable noticia, dentro y fuera de la Iglesia y más en ámbitos populares, en los que sus moradores palabrean y se formulan preguntas como estas: ¿Por qué los sacerdotes-curas han de vivir en los pueblos apartados del resto de la comunidad, solos, o en familia reducida a su hermana y a algún que otro sobrino o sobrina, y en casas más y mejor equipadas que las del resto de la colectividad?
Con razones más que sobradas para quejarse de la situación económica en la que viven en activo su ministerio –oficio, y más en los futuros tiempos de su jubilación, ¿qué argumentos aportan los señores obispos para mantener tantas casas parroquiales , algunas de ellas, ruinosas, o en inmediatas vísperas de lograr tal condición y reconocimiento, al comprobarse que las vocaciones sacerdotales escasean, sin proximidad de arreglo y de solución, y, por tanto, sin motivo alguno para pensar con sensatez y sociología que se trata de un problema meramente coyuntural y pasajero?
¿No será ya necesario revisar la disciplina impuesta por San Carlos Borromeo en 1584, en tiempos post- tridentinos, al igual que por tantos otros obispos, de que los sacerdotes diocesanos vivieran en comunidad, con cuantas ventajas materiales y espirituales lleva consigo este sistema de vida?
De entre estas ventajas destacan los pastoralistas la necesidad urgente de que corporativamente instituciones como la Iglesia le aporten a la sociedad actual ejemplos de vida en común y en solidaridad, elementos supremos de los que carece, pero de tanta importancia para el desarrollo integral de la comunidad. La facilidad de los medios de transporte, les hace hoy presentes también a los sacerdotes en los lugares y situaciones excepcionales de atención pastoral, sin hacer necesaria la presencia física y permanente en los mismos.
Respecto a la puesta a punto y renovación de los procedimientos, ideas y doctrinas pastorales, religiosas y humanas, las aportaciones de los miembros del grupo, y más en los casos en los que los obispos respectivos también participaran, potenciarían sus posibilidades de manera eficaz e inequívoca. Es probable que esta aspiración requiera una reestructuración en el esquema del actual ordenamiento de las diócesis y sus arciprestazgos y entre los “empleados del culto”. Pero las rutinas, por muy “canónicas” que sean, y por fructíferas que en otros tiempos y circunstancias hayan sido, tienen marcada su fecha de caducidad y la mayoría de ellas la rebasaron ya cumplidamente y en deterioro para sus componentes jerárquicos y para el pueblo de Dios en general.
Con la concentración de parroquias -también de diócesis-, el problema del clero en su rica expresión evangelizadora de proclamación del evangelio y ejemplo de vida –“palabra de Dios”- se hará más patente ante propios y extraños, es posible que desaparezcan no pocas susceptibilidades inherentes a los “carrerismos, así como que descienda el “plus” de burócratas, a favor del dinamismo de los organismos estrictamente indispensables.
De las descalificaciones que en los últimos tiempos han irrumpido en todos los estamentos de la Curia Romana, son equitativamente partícipes también las diocesanas ahítas de leyes, normas, cánones e interpretaciones que perduran y hacen efectivos decretos, decisiones y comportamientos decrépitos, sin sentido religioso, sin cultura y divorciados de las realidades eclesiales , distintas de las puramente rituales y administrativas.
Curas- curas, viviendo en comunidad, pero sin votos canónicos, con amistad, sin necesidad de nombramientos “oficiales”, con obispos o sin ellos, al servicio de la Iglesia del pueblo, y no de las “fábricas”, legados y “bienes eclesiásticos”, encarnados en los pobres y en los marginados, será fórmula ideal que contribuya a la reedificación de la Iglesia, al amparo del signo sacramental tan patente que distingue e identifica al Papa Francisco.