¡Que no se entere la prensa!
Aún a los mismos profesionales de la información, nos asalta con frecuencia la plácida tentación de sentirnos –ya, y por fin- en plena libertad para ejercerla sin limitaciones que no sean otras que las del respeto al honor y a la verdad, sometidos además siempre, por oficio y por convicción, a las leyes protectoras de la convivencia cívica.
No obstante, la realidad no siempre es esta, ni tan bella. Intentos y logros, de aherrojar, poniéndoles grilletes a determinadas informaciones y noticias, están –siguen estando- a la orden del día. Es posible que los sistemas hayan cambiado y, de los “¡ordeno y mando¡” y “porque lo mando yo” y otras expresiones y gestos afines, aún con indefectible carácter de legitimidad, hayan pasado a la historia de las dictaduras políticas, imperiales y aún religiosas… Pero el cambio- modernización sagaz de sistemas, jamás podrá aportar satisfacción alguna a la situación de dependencia en la que viven, y de la que viven, medios y profesionales del sector en la actualidad es patente, demostrable y deplorable, para quienes pretendan conseguir un estatus de comodidad integral, en el que llegar a ser, y a ejercer, de personas, con las instituciones y organismos correspondientes.
En este contexto aparece el grito alertador cautelar de que “¡no se entere la prensa¡” como absurda e improcedente solución a los problemas que impiden, o dificultan, su desarrollo efectivo y cabal, al servicio de la colectividad. Todo cuanto de positivo, bueno y constructivo pudiera, y debiera, promocionar la prensa en su gloriosa diversidad de versiones y de técnicas, queda proscrito, a cuenta de engrosar el listado de intereses personales, institucionales o colectivos, de quienes de alguna manera son poderosos, precisamente porque consiguieron lo que tienen, o retienen, por procedimientos tan simples y eficaces como los coincidentes con los que significan los “silencios de la prensa”.
El panorama es ciertamente grave, contemplado desde cualquier perspectiva en la que nos situemos para juzgarlo, ponderarlo y, consecuentemente, para que lo mismo puedan hacer y hagan los destinatarios a quienes, partícipes posibles del conocimiento de cuanto acontece, reflejado en los medios de comunicación, con pruebas, datos y detalles, ya hasta judicializables.
Pero, tanto o más grave, es el panorama cuando el marco, las motivaciones, los protagonistas y los beneficiarios, por sí o por otros, y aún hasta las razones y los argumentos que en ocasiones se exhiben y esgrimen, son, o se dicen ser, “religiosos”. La religión, en nuestro caso, la Iglesia católica, apostólica y romana, es en esta ocasión el eje de la reflexión.
En ella, y más por parte de sus representantes jerárquicos, el centinela y atalayador rugido- exclamación de que “¡no se entere la prensa¡”, se pronuncia, se aconseja y se manda -según-, con inusitada, irrespetuosa, falaz, inútil y contraproducente frecuencia. A los oídos de los mismos profesionales de la información llamada religiosa, llegó y llega, absurda y contradictoriamente …
Toda información, y más la intitulada religiosa, es de por sí, “palabra de Dios”. Es verdad, y su objetivo no es otro que la de su proclamación y evangelio. Al servicio de la verdad, sea esta incómoda o no, han de consagrarse quienes se dicen, se creen y viven en calidad de ministros del Señor, y en mayor proporción, quienes fueron instituidos y nombrados con calidad de jerarcas. Ser ministros del Señor y, a la vez, escamotear la verdad, o parte de ella, sea la que sea, es pretender vivir en una situación de “contradictio in términis” que, además de conducir a los juzgados, pasando antes por el confesonario, lleva también a algunos al psiquiátrico…
La prensa –proclamación de la verdad, hace y es Iglesia. Es sociedad. Es culto y cultura. Respeto propio y ajeno. Es reino de Dios.. Es comunidad. Asamblea y liturgia. Es “palabra de Dios”, que salva y redime y hace personas e hijos de Dios. La verdad es ley suprema, humana y divina. Es garantía de eternidad. Es -será- el recuerdo que perpetuará el paso por el mundo como testimonio y herencia de lo que fuimos o quisimos ser.., con la seguridad de que verdad y martirio hubieron de matrimoniarse de por vida, tanto profesional como religiosa, es decir, canónica y civilmente.
“¡Sí, que se entere la prensa¡” Así es y será como se hace Iglesia a la Iglesia. Y si los obispos, “imputados” o no, han de hacer cola en los juzgados, que la hagan y que el pueblo- pueblo de Dios se entere de cuanto hayan hecho, dicho o callado. Acreditada RD ante la jerarquía, y ante los laicos, que esta sigla informativa persevere en el empeño de su portavocía de la verdad, al servicio de la Iglesia de Cristo, y como expresión humilde y leal de la auténtica adoración a Dios, padre de todos, sin otro provecho y consolación que el convencimiento ardoroso de que “por amor a la verdad, abrazar la adversidad”, fue y es principio de vida y santo y seña de evangelizadores.
No obstante, la realidad no siempre es esta, ni tan bella. Intentos y logros, de aherrojar, poniéndoles grilletes a determinadas informaciones y noticias, están –siguen estando- a la orden del día. Es posible que los sistemas hayan cambiado y, de los “¡ordeno y mando¡” y “porque lo mando yo” y otras expresiones y gestos afines, aún con indefectible carácter de legitimidad, hayan pasado a la historia de las dictaduras políticas, imperiales y aún religiosas… Pero el cambio- modernización sagaz de sistemas, jamás podrá aportar satisfacción alguna a la situación de dependencia en la que viven, y de la que viven, medios y profesionales del sector en la actualidad es patente, demostrable y deplorable, para quienes pretendan conseguir un estatus de comodidad integral, en el que llegar a ser, y a ejercer, de personas, con las instituciones y organismos correspondientes.
En este contexto aparece el grito alertador cautelar de que “¡no se entere la prensa¡” como absurda e improcedente solución a los problemas que impiden, o dificultan, su desarrollo efectivo y cabal, al servicio de la colectividad. Todo cuanto de positivo, bueno y constructivo pudiera, y debiera, promocionar la prensa en su gloriosa diversidad de versiones y de técnicas, queda proscrito, a cuenta de engrosar el listado de intereses personales, institucionales o colectivos, de quienes de alguna manera son poderosos, precisamente porque consiguieron lo que tienen, o retienen, por procedimientos tan simples y eficaces como los coincidentes con los que significan los “silencios de la prensa”.
El panorama es ciertamente grave, contemplado desde cualquier perspectiva en la que nos situemos para juzgarlo, ponderarlo y, consecuentemente, para que lo mismo puedan hacer y hagan los destinatarios a quienes, partícipes posibles del conocimiento de cuanto acontece, reflejado en los medios de comunicación, con pruebas, datos y detalles, ya hasta judicializables.
Pero, tanto o más grave, es el panorama cuando el marco, las motivaciones, los protagonistas y los beneficiarios, por sí o por otros, y aún hasta las razones y los argumentos que en ocasiones se exhiben y esgrimen, son, o se dicen ser, “religiosos”. La religión, en nuestro caso, la Iglesia católica, apostólica y romana, es en esta ocasión el eje de la reflexión.
En ella, y más por parte de sus representantes jerárquicos, el centinela y atalayador rugido- exclamación de que “¡no se entere la prensa¡”, se pronuncia, se aconseja y se manda -según-, con inusitada, irrespetuosa, falaz, inútil y contraproducente frecuencia. A los oídos de los mismos profesionales de la información llamada religiosa, llegó y llega, absurda y contradictoriamente …
Toda información, y más la intitulada religiosa, es de por sí, “palabra de Dios”. Es verdad, y su objetivo no es otro que la de su proclamación y evangelio. Al servicio de la verdad, sea esta incómoda o no, han de consagrarse quienes se dicen, se creen y viven en calidad de ministros del Señor, y en mayor proporción, quienes fueron instituidos y nombrados con calidad de jerarcas. Ser ministros del Señor y, a la vez, escamotear la verdad, o parte de ella, sea la que sea, es pretender vivir en una situación de “contradictio in términis” que, además de conducir a los juzgados, pasando antes por el confesonario, lleva también a algunos al psiquiátrico…
La prensa –proclamación de la verdad, hace y es Iglesia. Es sociedad. Es culto y cultura. Respeto propio y ajeno. Es reino de Dios.. Es comunidad. Asamblea y liturgia. Es “palabra de Dios”, que salva y redime y hace personas e hijos de Dios. La verdad es ley suprema, humana y divina. Es garantía de eternidad. Es -será- el recuerdo que perpetuará el paso por el mundo como testimonio y herencia de lo que fuimos o quisimos ser.., con la seguridad de que verdad y martirio hubieron de matrimoniarse de por vida, tanto profesional como religiosa, es decir, canónica y civilmente.
“¡Sí, que se entere la prensa¡” Así es y será como se hace Iglesia a la Iglesia. Y si los obispos, “imputados” o no, han de hacer cola en los juzgados, que la hagan y que el pueblo- pueblo de Dios se entere de cuanto hayan hecho, dicho o callado. Acreditada RD ante la jerarquía, y ante los laicos, que esta sigla informativa persevere en el empeño de su portavocía de la verdad, al servicio de la Iglesia de Cristo, y como expresión humilde y leal de la auténtica adoración a Dios, padre de todos, sin otro provecho y consolación que el convencimiento ardoroso de que “por amor a la verdad, abrazar la adversidad”, fue y es principio de vida y santo y seña de evangelizadores.