Humanismo en guerra
En los últimos años hemos escuchado nombres de embajadores españoles en la II Guerra Mundial que se desvivieron por atender a los judíos durante el régimen nazi. El más conocido ha sido Ángel Sanz Briz que estaba en la embajada en Hungría y que al ver la barbarie desatada se dedicó a salvar a los perseguidos. La estrategia que utilizó fue acogerse a un Decreto Real de 1924, durante la dictadura de Primo de Rivera, que concedía la nacionalidad española a todos los judíos sefardíes que pudieran acreditar su origen. El número inicial fue de 200 individuos que enseguida se convirtió en 200 familias y con el truco de no numerar los pasaportes, se añadieron muchos más. La cifra final fue de 5200 personas salvadas gracias a sus buenas relaciones con el gobierno marioneta húngaro y los sobornos de su bolsillo.
A Eduardo Propper de Callejón le sorprendió el tema judío en la embajada de París, como primer secretario, donde además de dar papeles para que numerosas personas pudieran escapar de los nazis, colocó bajo su protección numerosas obras de arte y pertenencias de los judíos para que no fueran confiscadas. Para conseguirlo anunció a las autoridades francesas que el castillo de Rayamount se había transformado en su residencia donde también había una oficina diplomática bajo bandera española. Justo antes de la firma del armisticio del 22 de junio de 1940 volcó sus actuaciones en el consulado español de Burdeos donde se formaron largas colas ante el rumor de que esta oficina emitía papeles que suponían la salvación. Le ayudó en su labor Bernardo Rolland que consiguió el traslado de muchas personas a Marruecos.
En Hungría estaba destinado Julio Palencia que fue nombrando numerosos agentes consulares para evitar deportaciones lo que le ha reportado una plaza con su nombre en una de las numerosas “casas españolas” de Budapest. José de Rojas y Moreno, en Rumania fue colocando carteles “aquí vive un español” para salvar a las familias judías. En Atenas, Sebastián de Romero Madrigales, se mostró tan insistente en sus demandas que consiguió parar la deportación de varios centenares de judíos de origen sefardí provocando la ira de las autoridades alemanas que pedían su cese. Una labor semejante hicieron José Ruiz Santaella en Alemania y Jorge (Giorgio) Perlasca, junto a Sanz Briz, haciéndose pasar por diplomático español cuando en realidad era italiano.
Seguramente hubo muchos más que sabían se estaban jugando la vida, que eran declarados "persona non grata” y que incluso temieron desaparecer sin dejar rastro como el diplomático sueco Wallenberg.
Tengo que reconocer que he hecho esta pequeña investigación a raíz de la lectura de una novela de Jorge Díaz, recién publicada, Cartas a Palacio, que desarrolla una trama de amor que gira en torno a una oficina que montó el rey Alfonso XIII en palacio. Como país neutral España y Suiza defendían los intereses de algunos países en la guerra de 1914. En los despachos creados para este propósito se recibían las listas de los muertos en campaña, de los heridos y de los prisioneros con lo que las familias escribían al rey preguntando por los suyos. Otra de las funciones de estos funcionarios recién estampillados fue visitar los campos de prisioneros y denunciar los abusos que iban encontrando. El libro transcribe algunas misivas y aunque no sé si son auténticas estoy segura que reflejan la situación de sus autores angustiados por la falta de noticias. Los casos que se pudieron resolver llenaron de gozo a todos aquellos que pusieron su esfuerzo para conseguirlo.
Esta labor que se inició en la I Guerra Mundial y siguió en la II me complace y me hace sentirme orgullosa de compatriotas que dedicaron horas de su tiempo, se jugaron el puesto de trabajo e incluso la vida por salvar las de otros a los que en la mayoría de los casos no conocían. Como seres humanos tuvieron la osadía de considerarlos hermanos cuando todo el mundo huía de ellos... por si acaso.
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A Eduardo Propper de Callejón le sorprendió el tema judío en la embajada de París, como primer secretario, donde además de dar papeles para que numerosas personas pudieran escapar de los nazis, colocó bajo su protección numerosas obras de arte y pertenencias de los judíos para que no fueran confiscadas. Para conseguirlo anunció a las autoridades francesas que el castillo de Rayamount se había transformado en su residencia donde también había una oficina diplomática bajo bandera española. Justo antes de la firma del armisticio del 22 de junio de 1940 volcó sus actuaciones en el consulado español de Burdeos donde se formaron largas colas ante el rumor de que esta oficina emitía papeles que suponían la salvación. Le ayudó en su labor Bernardo Rolland que consiguió el traslado de muchas personas a Marruecos.
En Hungría estaba destinado Julio Palencia que fue nombrando numerosos agentes consulares para evitar deportaciones lo que le ha reportado una plaza con su nombre en una de las numerosas “casas españolas” de Budapest. José de Rojas y Moreno, en Rumania fue colocando carteles “aquí vive un español” para salvar a las familias judías. En Atenas, Sebastián de Romero Madrigales, se mostró tan insistente en sus demandas que consiguió parar la deportación de varios centenares de judíos de origen sefardí provocando la ira de las autoridades alemanas que pedían su cese. Una labor semejante hicieron José Ruiz Santaella en Alemania y Jorge (Giorgio) Perlasca, junto a Sanz Briz, haciéndose pasar por diplomático español cuando en realidad era italiano.
Seguramente hubo muchos más que sabían se estaban jugando la vida, que eran declarados "persona non grata” y que incluso temieron desaparecer sin dejar rastro como el diplomático sueco Wallenberg.
Tengo que reconocer que he hecho esta pequeña investigación a raíz de la lectura de una novela de Jorge Díaz, recién publicada, Cartas a Palacio, que desarrolla una trama de amor que gira en torno a una oficina que montó el rey Alfonso XIII en palacio. Como país neutral España y Suiza defendían los intereses de algunos países en la guerra de 1914. En los despachos creados para este propósito se recibían las listas de los muertos en campaña, de los heridos y de los prisioneros con lo que las familias escribían al rey preguntando por los suyos. Otra de las funciones de estos funcionarios recién estampillados fue visitar los campos de prisioneros y denunciar los abusos que iban encontrando. El libro transcribe algunas misivas y aunque no sé si son auténticas estoy segura que reflejan la situación de sus autores angustiados por la falta de noticias. Los casos que se pudieron resolver llenaron de gozo a todos aquellos que pusieron su esfuerzo para conseguirlo.
Esta labor que se inició en la I Guerra Mundial y siguió en la II me complace y me hace sentirme orgullosa de compatriotas que dedicaron horas de su tiempo, se jugaron el puesto de trabajo e incluso la vida por salvar las de otros a los que en la mayoría de los casos no conocían. Como seres humanos tuvieron la osadía de considerarlos hermanos cuando todo el mundo huía de ellos... por si acaso.
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