Libros XV: El martirio de siete salesas en Madrid.

José Luis Gutiérrez, hoy nuestro primer especialista en Doctrina Social de la Iglesia, ha abandonado momentáneamente sus áridos saberes para escribir un libro realmente precioso. Precioso por el tema y preciosamente escrito. La biografía de las siete salesas que en aquel Madrid trágico de 1936 partieron al encuentro del Esposo, orgullosamente abrazadas, santamente abrazadas a la palma del martirio. Como su mejor dote. Como la joya más espléndida que cabía a su inmenso amor por El.
Y es como si el profesor, experto en encíclicas y justicias sociales, hubiera querido también labrar una joya primorosa que ofrecer, enamorado, a siete mujeres admirables, a siete religiosas admirables que le han cautivado. Es un libro emocionante y emocionado. Y escrito, sin embargo, con un rigor histórico difícil de superar. Todo está contrastado. No hay ni una concesión a la imaginación ni a la leyenda. Y todo parece leyenda. Una inmensa leyenda de amor.
Quien comenta este libro ha leído muchas vidas de santos. Magníficas algunas, mediocres bastantes y varias deplorables. Esta es, sin duda, una de las primeras. No se podía hacerlo mejor. Traza el autor como tres círculos concéntricos pasándose de uno a otro con gran facilidad pues están los tres plenamente integrados. Nada sobra. Todo se articula en una necesidad para entender lo que pasó. Cuántas veces hemos leído capítulos y capítulos de historia externa que no tienen otro sentido que el de dar una mínima extensión a un libro incapaz de llenarse con el biografiado o la biografiada. La mayor parte de las veces por ahorro de trabajo y estudio pues la historia de España está al alcance de cualquiera. Y en ocasiones se llega a utilizar la universal. Algunas veces, las menos, porque el personaje da para poco. No ocurre así en esta ocasión. Los años trágicos de España de 1930 a 1936 eran imprescindibles para entender el drama.
Y están narrados magistralmente. Eso fue lo que ocurrió. Y sin duda sorprenderán a más de un lector intoxicado por lo que hoy se lleva, por lo políticamente correcto. Tras la lectura de esas páginas de José Luis Gutiérrez, todos entenderán todo. Aunque sin duda quedarán perplejos ante mucho de lo que hoy se escribe. ¿Qué perdón tiene que pedir la Iglesia? ¿Cuántos y cuántos miles de perdones tendrían que pedirle a la Iglesia? Por los miles y miles de asesinatos de personas verdadera y absolutamente inocentes. Por los miles y miles de saqueos, de incendios, de destrucción de obras de arte... Por el inicuo y espantoso sufrimiento causado a las víctimas, a sus familias, a sus amigos. Por la maldad desatada que se abatió sobre España en aquellos días verdaderamente trágicos.
Así fue. Tal como lo narra el autor. No exagera nada. Más bien se contiene pues alguna otra cosa queda también meridianamente clara en las páginas que comentamos. La finura espiritual de su alma. Este libro no se podía escribir desde el rencor y el odio porque las siete salesas no odiaron. Agradecieron. Y perdonaron. Los verdugos no iban a hacerles un mal sino el mayor de los bienes. Las llevaban al ansiado encuentro con el Esposo, hermosas y radiantes, vestidas con la túnica resplandeciente del martirio. ¿Es difícil entenderlo? Tras la lectura del libro resulta muy fácil. No diré yo que el contacto con las siete mártires cambió el alma del autor pues se necesitaba finura psicológica, honda espiritualidad, amor por la belleza, recio catolicismo para escribir tan bellas páginas. Eso era el bagaje del escritor. Pero también estoy seguro que la intimidad con las siete monjitas -"soy monjita", decía la última que llegó al martirio, temerosa de que fueran a privarla de la suerte de sus hermanas, no en un desafío a sus verdugos sino solamente con ansias de cielo-, afinaron más si cabe todo lo hermoso que el autor guardaba en su corazón.
La sublevación militar del 18 de julio de 1936, en cuya preparación la Iglesia no tuvo nada que ver, era una necesidad porque en aquel clima irrespirable no se podía vivir. Fue ciertamente legítima defensa. E incluso más. Puro instinto de conservación. Se daban cuenta de ello hasta unas pobres monjas de clausura, no pocas de ellas de escasísima preparación intelectual. La inofensiva y pacífica comunidad había sufrido un calvario en Madrid, en varias ocasiones habían tenido que dormir fuera del monasterio, vestidas de seglares, ante el riesgo inminente de que asaltaran su tranquilo refugio. Por dos veces la comunidad entera tuvo que buscar refugio en Navarra en unas vacaciones no deseadas. Las siete que se quedaron, en el segundo exilio, para conservar la casa, enseguida tuvieron que alquilar un piso ante la amenaza permanente del asalto. Y ni eso las salvó. En la ingenua correspondencia que mantenían, mientras pudieron, con el resto de la comunidad, en los días anteriores al 18 de julio queda clara constancia de que aun ellas eran conscientes de la gravísima situación por la que atravesaba España. Cómo no iban a estarlo si cada día les llegaba la noticia de un convento asaltado, una iglesia incendiada... El 7 de junio, la Madre María Engracia, una caserita que iba a cumplir días después 39 años, escribía a las de Navarra: "La enferma (en sus precauciones epistolares se referían a España) ha pasado dos días bastante grave y creíamos que tendríamos que salir para velar (dormir fuera del monasterio), pero en medio de la gravedad parece que está algo mejor; pero los especialistas de esta enfermedad opinan que no sale de esta semana. Casi estamos deseando, al ver tanto sufrir, pero ¡buena nos espera, si se nos muere!". Y la misma, el 2 de julio, insistía: "la enferma sigue grave, pero nosotras no velamos; la operan de hoy al sábado; temo que se quede en la operación".
Después del 18 de julio la situación en Madrid fue ya espantosa. José Luis Gutiérrez la narra con pluma magistral. Los porteros de la casa en la que se refugiaron las monjas y en los que éstas encontraron dos verdaderos Cirineos que, jugándose la vida -y eran padres de tres niños-, les ayudaron en lo que pudieron a llevar la pesadísima cruz. Dos muchachas del servicio del inmueble en el que se habían refugiado las monjas, cuyos nombres calla elegantemente el autor -no así, evidentemente el de los ejemplares porteros-, verdaderas arpías que, tras denunciarlas, reclamaban su asesinato, las jóvenes que jugándose la vida, llevaban la comunión a las dispersas comunidades religiosas ocultas en pisos de Madrid, los milicianos y sus registros, los paseos, las chekas... Ese era el retablo en el que encajaron sus últimos días de vida terrenal las siete salesas del Primer Monasterio de la Visitación de Madrid. Evidentemente no fueron sacerdotes, religiosos y religiosas solamente los que vivieron aquella tragedia. El autor refiere las vicisitudes de los restantes inquilinos de inmueble de la calle González Longoria, 4, en cuyo semisótano derecha estuvo por cuatro meses alojado lo que quedaba del primer monasterio de la Visitación. El propietario del edificio, don Jesús Murga Ansuátegui, ocupaba el principal. Los milicianos lo saquearon y lo ocuparon. El primero izquierda era el domicilio de don Víctor Pradera. También fue saqueado y ocupado y su dueño, así como uno de sus hijos, fueron asesinados en San Sebastián. En el primero derecha vivía el comandante don José García Lomas, en esos días ausente de Madrid. También el piso fue saqueado y ocupado por las milicias. En el segundo izquierda vivían doña Dolores Pando Valdés y sus hijos, Dolores y Domingo Díez-Caneja y Pando. Los tres fueron detenidos y su piso saqueado y ocupado. En el entresuelo izquierda vivía Don Vicente Castañeda, académico y secretario perpetuo de la Academia de la Historia, y su esposa. Don Vicente fue detenido, su biblioteca incautada y si salvó la vida se debió a que un primo de su mujer era el presidente del Partido Republicano Federal, que le sacó de la cárcel ¿Cuántos inmuebles de Madrid sufrieron parecida suerte? Numerosísimos.
Este era el entorno político y social de los últimos días de nuestras monjas. No puede extrañarnos que, cuando las refugiadas en Navarra, que ya conocían la suerte de seis de sus compañeras, aunque abrigaran dudas sobre la séptima, conocieron la liberación de Madrid, se escribiese en la crónica del monasterio: "El 28 fue la fecha memorable. Al recreo del mediodía llegó la noticia: "Madrid se ha rendido". No lo podíamos creer, llorábamos de emoción, seguían llegando noticias que lo confirmaban cada vez más. Por fin, un repique de campanas, cohetes, tiros, vivas y gritos de entusiasmo nos lo confirmaban. Era verdad, ¡Madrid era ya nuestro! Corrimos al coro y como pudimos, pues la emoción apretaba las gargantas, cantamos el Te Deum, rezamos algunas oraciones de acción de gracias, e invocamos a San Isidro y a Santa María de la Cabeza ¡Creíamos soñar!" Hoy no faltarán, sin duda, los que reclamen de las salesas una petición de perdón por haberse regocijado de la caída de la capital republicana, de la capital del asesinato y el odio. Nosotros creemos, en cambio, que el júbilo de las monjas era normal y obligado. Y que ello no significa ningún aval de las religiosas a las barbaridades que se hubieran podido cometer en la zona nacional. Que no fueron cometidas por causa de la religión sino por otras motivaciones muy distintas.
Entremos en el segundo círculo de los mencionados. Del libro de José Luis Gutiérrez se logra también un conocimiento cabal de lo que es la Orden y la espiritualidad de las visitandinas, fundadas en los comienzos del siglo XVII en Francia por dos colosos del santoral católico: Francisco de Sales y Juana Francisca Fremiot, baronesa viuda de Chantal.
Y ya llegamos al tercero, inscrito en los dos anteriores. Siete salesas, hijas fieles de su Orden y que vivieron aquella España trágica. No entraré en su historia. Cuanto pudiera decir sería un triste eco de la extraordinaria narración que hace el autor. La clara conciencia del martirio deseado, si era la voluntad de Dios, el amor de comunidad que no quisieron romper aun sabiendo que así podrían salvar sus vidas, las insistencias de un portero ejemplar, la oración, el orden, la gracia de Dios... Leed el libro. Leed el precioso libro.
Una última reflexión. Siete monjas que no parecían gran cosa. Y que se convirtieron en siete monjas admirables. Aun antes, mucho antes, de ser mártires. Siete monjas de distinta condición social, tres señoritas y cuatro campesinitas vascas y navarra, alguna de las cuales aun mal hablaba el castellano. Y de distintas categorías dentro de la Orden. La mayor, María Gabriela de Hinojosa, hermana del famoso historiador, había sido superiora del monasterio y tenía sesenta y cuatro años. Josefa María Barrera era hija de un oficial de la Armada, tenía cincuenta y cinco años años. Teresa María Cavestany, la tercera de las señoritas, tenía cuarenta y ocho. María Angela Olaizola, de cuarenta y tres años, era tornera, la categoría inferior en la Orden. Dos años antes de su martirio hizo la profesión perpetua que, hasta entonces no hacían las torneras. Antes de hacerse salesa había sido muchacha del servicio. María Inés Zudaire tenía treinta y seis años. María Engracia Lecuona, también tornera, tenía treinta y nueve años y también había sido, antes de entrar en la Orden, muchacha del servicio. María Cecilia Cendoya, de veintiseis años, había sido obrera antes de hacerse salesa. El sufrimiento las hermanó si cabe todavía más. Cuando dispararon sobre ellas estaban todas cogidas de la mano. Juntas. En comunidad. En comunidad de hermanas y en comunidad de ansias de volar hacia el Esposo. Juntas. Como habían querido vivir. Como unos mal nacidos no querían que vivieran.
Leed el libro. Leed el precioso libro.