No hay más que una Iglesia
Aunque me tocaron en suerte formadores de gran sentido común y con profética sensibilidad humanista, fácilmente me reconocí en la descripción hecha por aquellos contertulios. Sin minusvalorar para nada dichas denuncias pueden ser saludables algunas sugerencias.
1. En Jesús de Nazaret se ven dos constantes no fácilmente reconciliables: esperanza en una utopía y realismo mientras se va de camino. Según la fe cristiana en la conducta de aquel hombre se hizo ya presente la utopía del reino de Dios. Pero la comunidad de discípulos que llamamos Iglesia no se identifica todavía con ese reino de Dios; aún estamos en el tiempo de la fe; anhelando lo que aún no somos. La tensión y conflicto que vivimos cada cristiano en nuestra intimidad deja su marca en la historia de la Iglesia. En el Vaticano II esa tensión se concretó en dos preocupaciones distintas: unos celosos de mantenerse fieles a la tradición y otros preocupados por el diálogo de la Iglesia con el mundo. Dos énfasis legítimos que lógicamente entran en conflicto si bien mutuamente. Ya vivimos esa tensión en la Iglesia española postconciliar cuando en 1971 se celebró la Asamblea Conjunta. Por tanto no hablemos de “otra Iglesia” sino de la única Iglesia en construcción.
2. Me tocó vivir muy de cerca salidas de muchos compañeros que dejaban el ministerio presbiteral. No sólo en los primeros años de postconcilio. También por los años 80 en que la jerarquía eclesiástica quiso señalar bien los cauces para que no se desbordasen las aguas en un ineludible proceso de secularización de la sociedad y de las personas. Confieso que no tuve que hacer ningún esfuerzo para comprender la decisión de algunos compañeros muy cercanos, pues en algunos casos era una ruptura con formas de clericalismo trasnochado; sí me costó más entender la dureza de burocracia eclesiástica en la tramitación de las dispensas. Pero sería generalizar sin fundamento que los presbíteros que abandonaron el ministerio fueron unos valientes, mientras quienes seguimos ejerciéndolo somos unos cobardes optando por la seguridad del “status quo”.
3. En la sociedad española del postconcilio se dio un fenómeno constatable: muchos cristianos fervorosos que durante el nacionalcatolicismo, se habían comprometido con sinceridad en la misión evangelizadora de la Iglesia, sin ningún trauma dejaron todo e incluso se confesaron agnósticos. Parece que su fe cristiana cayó por tierra con la caída del sistema socio-cultural en que había cuajado. Y cabe dar un paso más con nuevo interrogante: ¿hasta qué punto su fe cristiana no se había identificado y reducido con unas creencias, en vez de ser un encuentro personal e histórico con el Padre, revelado como “Abba” en Jesucristo?
Algo parecido nos puede ocurrir también a quienes hemos recibido el ministerio ordenado en la Iglesia. Los cambios y virajes a veces desconcertantes de las altas instancias eclesiásticas en el postconcilio exigen una personalización de la fe, un nuevo talante contemplativo, y una decisión continuamente renovada en la convicción de que la Iglesia debe hacerse diálogo y de que una Iglesia que no sirve, no sirve para nada.
En esta mística han ido madurando muchos cristianos que un día recibieron un ministerio ordenado. Y sólo con esa mística es posible soportar cuando no hay otra salida, desmontar o cambiar muchas instituciones, formas y prácticas eclesiales que oscurecen la identidad evangélica de la Iglesia. Los cuatro papas del postconcilio, cada uno a su estilo, han sido testigos creíbles de esta mística que nada tiene que ver con el misticismo evasivo sino que más bien es fruto y expresión de una verdadera fe cristiana vivida como experiencia gozosa.