Madurar en afectividad oblativa (8.9.13)
1. Hay un amor que no nace del pensamiento ni de la voluntad sino que se impone al ser humano; por ejemplo el amor entre hombre y mujer, o entre los miembros de la misma familia, incluido el amor a uno mismo. Los antiguos griegos lo llamaban “eros”. Es un amor bueno que los seres humanos necesitamos para crecer. Nos saca de la propia tierra, del egocentrismo: nos descoloca y nos desinstala llevándonos hacia el otro. Si debemos amar a los demás como a nosotros mismos, el nefasto narcisismo no excluye la necesidad de autoestima.
Pero el Nuevo Testamento, cuando habla del amor de Dios que como imágenes suyas participamos nosotros, no emplea la palabra “eros” sino “ágape” que significa un amor gratuito, universal. La expresión de la afectividad que no utiliza ni convierte al otro en objeto, que no se curva enfermizamente sobre el sujeto que ama, que madura en comprensión, ternura, paciencia y tolerancia, según el cántico del amor que trae San Pablo en su carta a los fieles de Corinto.
2. Nosotros amamos siempre tratando de llenar una necesidad: amar y ser amados. Pero como seres necesitados, nos acecha la continua tentación de comernos al otro, negando su alteridad, ese absoluto inmanipulable que tiene toda persona. Y lo absoluto inmanipulable de cada persona es ser imagen de Dios que lleva escrito en su frente: “no matarás”. Por eso amar a Dios con todo el corazón en, más allá y fundamentando a las personas, es la clave para poner en su sitio, sanar, dar sentido y potenciar en su gratuidad el amor entre hombre y mujer, el amor entre la familia, y también las grandes amistades que humanizan nuestra existencia.
La alternativa del evangelio no es entre amor a Dios, o amor a los seres humanos. Sino entre amor a Dios cuya imagen son los seres humanos, o egocentrismo que falsea nuestra condición de criaturas. Entre afectividad posesiva que nos deshumaniza, o afectividad oblativa que nos hace cada día más cercanos e incondicionalmente abiertos a todos.