La Permanente de la Conferencia Episcopal ante la situación de Cataluña

He leído con gusto la sensata Declaración de la Permanente de la Conferencia Episcopal Española.

Me parece que está en su punto pues la misión que Jesucristo encomendó a la Iglesia “no es de orden político, económico o social; el fin que la encomendó es de orden religioso”, si bien de esa misma misión religiosa “derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina”. Aunque la fe “todo lo ilumina con nueva luz, manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre y orienta hacia soluciones plenamente humanas”, no se identifica con un programa político ni económico. Conviene recordar esto cuando, ya en una sociedad laica y en un Estado aconfesional , no tiene sentido utilizar cargos o títulos eclesiásticos como capital simbólico para respaldar uno u otra opción política en principio igualmente legítimas.

Dicho esto, destaco dos aspectos:

Uno implícito en lo que los obispos llaman “gestión del bien común y de la convivencia social”. No es discutible que hoy el diálogo debe proceder en los cauces de la Constitución vigente. Pero desde 1978 en que salió la Constitución hasta hoy han pasado muchos años. Si las leyes son para los seres humano y no al revés, ante nuevas demandas y situaciones, habrá que revisar la Constitución e introducir los cambios necesarios. Desde hace tiempo se está pidiendo esa revisión.

Hay otro aspecto fundamental en que insiste la Permanente: “el deseo de ser justos y fraternos”; “búsqueda de acuerdos y consensos pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa con memoria y sin exclusiones”. Puede ocurrir que a la hora de discernir la relación con los otros nos ciegue la fiebre posesiva que alimenta el individualismo feroz encubierto sutilmente en “la solidaridad grupal” excluyente de los otros. Recuerdo hace años una conversación entre dos obispos muy honrados y muy lúcidos. Uno insistía en el derecho a la autodeterminación del pueblo del que formaba parte la iglesia local que él presidía. Pero el otro obispo en una región económicamente más pobre insistía en la solidaridad haciendo ver la diferencia injusta de la renta “per capita” en una y en otra región.

La solidaridad significa pensar y actuar pensando no tanto qué será de mí sino qué será del otro especialmente del que no sabe, no tiene y no puede. Un cambio de mentalidad y de práctica solidarias parece imprescindible para que la sociedad “sea un espacio de fraternidad, de libertad y de paz”. Un cambio que nos permita mirar al otro no como inferior, rival o enemigo, sino como hermano distinto pero con la misma dignidad que nosotros.
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