El Vaticano II ¿manipulado, manido, maniatado?
En continuidad con la reflexión anterior, pensaba redactar unas líneas sobre la presencia pública de la religión en la modernidad. Pero un comentario a dicha reflexión tacha de “manidas” expresiones como “densidad teologal del mundo” y “del anatema al diálogo”. Ese comentario da pie para breves sugerencias.
Los documentos conciliares, que a veces recogen visiones dispares,quedan expuestos a la manipulación de una u otra tendencia. Lo estamos viendo en el postconcilio.
Cuando una persona o una orientación cuestionan nuestras posiciones, frecuentemente reaccionamos a la defensiva; las colgamos en la percha de lo “manido” - según el Diccionario, significa “pasado de sazón”- y se acabó el conflicto. Puede ser una estrategia sutil para que el mensaje conciliar y sus orientaciones más novedosas queden “maniatados” -atados con nuestras manos- evitando así el cambio incómodo que nos saca de nuestra instalación. Las dos expresiones antes transcritas se refieren a una preocupación nuclear del Concilio y aunque sea brevemente, conviene apuntar su contenido.
“Densidad teologal del mundo”. Por mucho tiempo en la tradición cristiana latina “mundo” vino siendo sinónimo de pecado; sólo se veía el aspecto negativo. El Vaticano II destacó también la dimensión positiva del mundo: a pesar de sus muchas sombras, es “fundamentado y bendecido por el amor del Creador esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo”. En el mundo hay valores y verdades aunque no estén bautizados. Dios mismo está dando vida y aliento a todos y a todo; como Espíritu sostiene y acompaña la evolución de la historia. “Densidad teologal del mundo” designa esa Presencia que origina y sostiene no sólo a la humanidad sino también al dinamismo creacional. Llevábamos mucho tiempo con una visión dualista y maniquea del mundo; imaginándonos una divinidad alejada del mundo e intervencionista sólo de cuando en cuando. El Concilio nos recuerda que la identidad del cristianismo consiste en la encarnación, y no podemos olvidar esta clave como “manida” y trasnochada.
“Del anatema al diálogo”. Si miramos al mundo sólo desde su aspecto negativo, son normales la posición defensiva y la condenación; ha sido postura muy socorrida en una espiritualidad desencarnada. Pero mirando la dimensión positiva del mundo, el Vaticano II destacó la necesidad de diálogo para discernir en las características de nuestro tiempo los signos del Espíritu. Y esta orientación implica un cambio muy saludable para la espiritualidad cristiana y para la evangelización.
La encarnación del Hijo ya lleva en sí misma la intención de diálogo. Es el camino seguido por muchos testigos; valgan como ejemplo, los cuatro evangelios, en el s. II Justino e Ireneo; en el s. XIII Tomás de Aquino que, además de la Suma Teológica, nos dejó la “Suma” par dialogar en el ámbito de la sola razón también con los no creyentes; y en el s. XX, el papa Juan que inauguró el Concilio.
Pero hay que reconocer que también muchas posiciones y la reflexión teológica en la historia de la Iglesia estuvieron marcadas por un rechazo de los otros, de los diferentes. El fundamentalismo prevaleció sobre una conducta dialogal, olvidando que toda verdad “venga de donde viniere” procede del Espíritu Santo. Así se comprende que este paso “del anatema al diálogo esté resultando de digestión muy trabajosa para la comunidad eclesial. También aquí hay peligro que despachemos antes de tiempo la frase tachándola de “manida” cuando en realidad sigue siendo imperativo ineludible para la buena salud de la Iglesia.
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de quienes son discípulos de Jesucristo. Fuera del mundo no hay salvación, y sólo en el diálogo con este mundo se prueba la verdad del cristianismo. Cualquier huida que signifique lejanía, desentendimiento, superioridad o condena del mundo sin distingos, va directamente contra la identidad cristiana de la Iglesia.
18 de agosto, 2010
Los documentos conciliares, que a veces recogen visiones dispares,quedan expuestos a la manipulación de una u otra tendencia. Lo estamos viendo en el postconcilio.
Cuando una persona o una orientación cuestionan nuestras posiciones, frecuentemente reaccionamos a la defensiva; las colgamos en la percha de lo “manido” - según el Diccionario, significa “pasado de sazón”- y se acabó el conflicto. Puede ser una estrategia sutil para que el mensaje conciliar y sus orientaciones más novedosas queden “maniatados” -atados con nuestras manos- evitando así el cambio incómodo que nos saca de nuestra instalación. Las dos expresiones antes transcritas se refieren a una preocupación nuclear del Concilio y aunque sea brevemente, conviene apuntar su contenido.
“Densidad teologal del mundo”. Por mucho tiempo en la tradición cristiana latina “mundo” vino siendo sinónimo de pecado; sólo se veía el aspecto negativo. El Vaticano II destacó también la dimensión positiva del mundo: a pesar de sus muchas sombras, es “fundamentado y bendecido por el amor del Creador esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo”. En el mundo hay valores y verdades aunque no estén bautizados. Dios mismo está dando vida y aliento a todos y a todo; como Espíritu sostiene y acompaña la evolución de la historia. “Densidad teologal del mundo” designa esa Presencia que origina y sostiene no sólo a la humanidad sino también al dinamismo creacional. Llevábamos mucho tiempo con una visión dualista y maniquea del mundo; imaginándonos una divinidad alejada del mundo e intervencionista sólo de cuando en cuando. El Concilio nos recuerda que la identidad del cristianismo consiste en la encarnación, y no podemos olvidar esta clave como “manida” y trasnochada.
“Del anatema al diálogo”. Si miramos al mundo sólo desde su aspecto negativo, son normales la posición defensiva y la condenación; ha sido postura muy socorrida en una espiritualidad desencarnada. Pero mirando la dimensión positiva del mundo, el Vaticano II destacó la necesidad de diálogo para discernir en las características de nuestro tiempo los signos del Espíritu. Y esta orientación implica un cambio muy saludable para la espiritualidad cristiana y para la evangelización.
La encarnación del Hijo ya lleva en sí misma la intención de diálogo. Es el camino seguido por muchos testigos; valgan como ejemplo, los cuatro evangelios, en el s. II Justino e Ireneo; en el s. XIII Tomás de Aquino que, además de la Suma Teológica, nos dejó la “Suma” par dialogar en el ámbito de la sola razón también con los no creyentes; y en el s. XX, el papa Juan que inauguró el Concilio.
Pero hay que reconocer que también muchas posiciones y la reflexión teológica en la historia de la Iglesia estuvieron marcadas por un rechazo de los otros, de los diferentes. El fundamentalismo prevaleció sobre una conducta dialogal, olvidando que toda verdad “venga de donde viniere” procede del Espíritu Santo. Así se comprende que este paso “del anatema al diálogo esté resultando de digestión muy trabajosa para la comunidad eclesial. También aquí hay peligro que despachemos antes de tiempo la frase tachándola de “manida” cuando en realidad sigue siendo imperativo ineludible para la buena salud de la Iglesia.
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de quienes son discípulos de Jesucristo. Fuera del mundo no hay salvación, y sólo en el diálogo con este mundo se prueba la verdad del cristianismo. Cualquier huida que signifique lejanía, desentendimiento, superioridad o condena del mundo sin distingos, va directamente contra la identidad cristiana de la Iglesia.
18 de agosto, 2010