Sobre el amor en la familia II : Los divorciados católicos
Ya celebrado el primer Sínodo de la Familia y antes de iniciar el Segundo, se dispararon de nuevo las posiciones de si pueden comulgar o no quienes un día se casaron por la Iglesia, luego se divorciaron y han intentado buscar la felicidad con una nueva pareja.
Unos seguían pidiendo al Sínodo mantener claramente la prohibición de que tales divorciados se acerquen a la comunión eucarística, mientras otros instaban a que la prohibición fuera eliminada. La verdad es que las personas divorciadas llevan encima el peso de un fracaso y la Iglesia, sacramento de la misericordia, más que agravar su situación debe acompañar con amor y solicitud materno a esas personas. Sin la pretensión de zanjar el debate, sugiero algunos puntos a tener en cuenta en el necesario discernimiento del tema
1. A veces da la impresión de que seguimos viendo el matrimonio solo como un contrato y para celebrarlo por la Iglesia es suficiente el mutuo consentimiento de los cónyuges. Parece que no digerimos bien el cambio personalista del Vaticano II presentando el matrimonio como una alianza y una comunión de amor. Un cambio que supone distinguir entre indisolubilidad canónica y fidelidad. En tiempos de cristiandad y en la sociedad española no había muchos divorcios, se mantenía la indisolubilidad canónica; pero con eso sin más ¿se garantizaba la fidelidad? Cuando los marcos de cristiandad han caído y la subjetividad de las personas puja con fuerza, es fácil la tentación de seguir reduciendo el matrimonio a un contrato y pensar que las cosas se arreglan solo con prohibiciones o permisiones.
2. Lo peor es si con esa visión reducida interpretamos el evangelio sobre el divorcio: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Dios no une por las leyes canónicas sino por el amor que se da. El matrimonio no es obligación sino vocación de hacer realidad la intención de “para siempre” inscrita en el amor. Cuando Jesús habla de esta vocación, sus mismos discípulos quedan perplejos, pero el Maestro añade: “quien pueda entender que entienda”. Si este amor falta o no madura por lo que sea ¿ en virtud de qué principio podemos atar con leyes para que convivan en matrimonio dos personas bautizadas que no se aman? Si por otra parte las personas tienen derecho a rehacer su vida y buscar la felicidad ¿no habrá que ayudarlas desde la misma Iglesia para que procedan honradamente sin abandonar su fe y práctica religiosa cristiana?
3. Se dirá que no se puede jugar con el sacramento. Por mi experiencia en la Vicaría de Vallecas durante varios años como coordinador de los cursos preparatorios para parejas jóvenes que pensaban casarse por la Iglesia, pude constatar que la mayoría contraían matrimonio por la Iglesia sin saber qué era un sacramento. Lo cual denota que había un error substancial aunque no entre en los casos de nulidad según la legislación canónica. Conozco algunas de aquellas parejas que se han divorciado y han formalizado su unión con otra pareja ¿Los declaramos culpables por jugar con el sacramento?
4. He leído en algún sitio que iban a dejar el asunto en manos de los obispos. Me meto que con ello la confusión y el desconcierto serán más palpables como hemos visto durante el postconcilio en otros temas de menor calado. Lo que me extraña es que no cuente para nada o muy poco la conciencia de los divorciados cuando el Vaticano II declaró que seguir la propia conciencia pertenece a la dignidad de la persona humana y nadie puede ir en contra de su conciencia aunque sea errónea. Da la impresión de que seguimos con una moral prioritariamente preceptiva y de obligaciones ¿Quién mejor que las personas directamente implicadas en el proceso del divorcio pueden saber si obraron con rectitud o ladinamente? Es posible que su conciencia sea recta pero errónea. Por eso deben formar, en lo posible, una conciencia verdadera escuchando las orientaciones del magisterio, hablando con el sacerdote y con otras personas de solvencia. Pero en último término, también ellas han sido puestas en manos de su propia decisión. Por supuesto que hay peligro de caer en el subjetivismo. Pero también es muy peligrosa la objetivación de las personas sobre todo cuando van llegando a una mayoría de edad.
Unos seguían pidiendo al Sínodo mantener claramente la prohibición de que tales divorciados se acerquen a la comunión eucarística, mientras otros instaban a que la prohibición fuera eliminada. La verdad es que las personas divorciadas llevan encima el peso de un fracaso y la Iglesia, sacramento de la misericordia, más que agravar su situación debe acompañar con amor y solicitud materno a esas personas. Sin la pretensión de zanjar el debate, sugiero algunos puntos a tener en cuenta en el necesario discernimiento del tema
1. A veces da la impresión de que seguimos viendo el matrimonio solo como un contrato y para celebrarlo por la Iglesia es suficiente el mutuo consentimiento de los cónyuges. Parece que no digerimos bien el cambio personalista del Vaticano II presentando el matrimonio como una alianza y una comunión de amor. Un cambio que supone distinguir entre indisolubilidad canónica y fidelidad. En tiempos de cristiandad y en la sociedad española no había muchos divorcios, se mantenía la indisolubilidad canónica; pero con eso sin más ¿se garantizaba la fidelidad? Cuando los marcos de cristiandad han caído y la subjetividad de las personas puja con fuerza, es fácil la tentación de seguir reduciendo el matrimonio a un contrato y pensar que las cosas se arreglan solo con prohibiciones o permisiones.
2. Lo peor es si con esa visión reducida interpretamos el evangelio sobre el divorcio: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Dios no une por las leyes canónicas sino por el amor que se da. El matrimonio no es obligación sino vocación de hacer realidad la intención de “para siempre” inscrita en el amor. Cuando Jesús habla de esta vocación, sus mismos discípulos quedan perplejos, pero el Maestro añade: “quien pueda entender que entienda”. Si este amor falta o no madura por lo que sea ¿ en virtud de qué principio podemos atar con leyes para que convivan en matrimonio dos personas bautizadas que no se aman? Si por otra parte las personas tienen derecho a rehacer su vida y buscar la felicidad ¿no habrá que ayudarlas desde la misma Iglesia para que procedan honradamente sin abandonar su fe y práctica religiosa cristiana?
3. Se dirá que no se puede jugar con el sacramento. Por mi experiencia en la Vicaría de Vallecas durante varios años como coordinador de los cursos preparatorios para parejas jóvenes que pensaban casarse por la Iglesia, pude constatar que la mayoría contraían matrimonio por la Iglesia sin saber qué era un sacramento. Lo cual denota que había un error substancial aunque no entre en los casos de nulidad según la legislación canónica. Conozco algunas de aquellas parejas que se han divorciado y han formalizado su unión con otra pareja ¿Los declaramos culpables por jugar con el sacramento?
4. He leído en algún sitio que iban a dejar el asunto en manos de los obispos. Me meto que con ello la confusión y el desconcierto serán más palpables como hemos visto durante el postconcilio en otros temas de menor calado. Lo que me extraña es que no cuente para nada o muy poco la conciencia de los divorciados cuando el Vaticano II declaró que seguir la propia conciencia pertenece a la dignidad de la persona humana y nadie puede ir en contra de su conciencia aunque sea errónea. Da la impresión de que seguimos con una moral prioritariamente preceptiva y de obligaciones ¿Quién mejor que las personas directamente implicadas en el proceso del divorcio pueden saber si obraron con rectitud o ladinamente? Es posible que su conciencia sea recta pero errónea. Por eso deben formar, en lo posible, una conciencia verdadera escuchando las orientaciones del magisterio, hablando con el sacerdote y con otras personas de solvencia. Pero en último término, también ellas han sido puestas en manos de su propia decisión. Por supuesto que hay peligro de caer en el subjetivismo. Pero también es muy peligrosa la objetivación de las personas sobre todo cuando van llegando a una mayoría de edad.