Contra avaricia, largueza (13.12.15)
“En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan:¿qué debemos hacer? El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida que haga lo mismo”
1. Necesitamos tener recursos y crédito social para sobrevivir y crecer como personas. Pero en nuestra cultura más que valorar a la persona por su dignidad, se las valora por lo que ganan, producir, compran y gastan; a las personas se las consume como se consume una camisa; cuando no sirve, al basurero. El que no gana, compra y consume, es material desechable. Fácilmente todos nos contagiamos con la fiebre posesiva que acaba deshumanizándonos.
2. Según el evangelio el valor que verdaderamente nos personaliza y es clave para la convivencia social, es compartir. No ser individualista sino solidario Hay una breve parábola evangélica muy elocuente : un rico hacendado que llenó a rebosar sus graneros con abundante cosecha y despreocupándose de los demás, se echó a dormir tranquilo: “despreocúpate, alma mía, que ya tienes para pasar el invierno”. El evangelio le llama insensato, estúpido, porque ni siquiera piensas que se puede morir de un momento a otro. Pero concluye la parábola: en la conducta de ese hacendado se refleja el engaño del que “acapara para sí mismo y no actúa según Dios, amor que continua y gratuitamente se da.
3. Da la impresión de que con mucha frecuencia los cristianos, contagiados por la mentalidad generalizada en nuestra cultura, ponemos nuestra confianza en el valor de ganar dinero, tener buena posición social y una vida cómoda. Pensamos que “lo mío es mío y puedo hacer con ello lo que quiera” y de cuando en cuando hacemos una limosna para tranquilizar nuestra conciencia. “Contra avaricia, largueza”, recomendaba el catecismo que aprendí de memoria cuando era niño. Hoy apenas empleamos el término “largueza”, se habla más bien de solidaridad. Pero “largueza” sugiere la conducta de una persona que siempre está saliendo de su tierra y de su propia seguridad. Alargando su corazón y tendiendo su mano al otro, manifestado así la condición de Dios que se ha revelado en Jesucristo como amor que se da sin recibir nada a cambio. Es la vocación que celebramos en la mesa compartida de la eucaristía.
1. Necesitamos tener recursos y crédito social para sobrevivir y crecer como personas. Pero en nuestra cultura más que valorar a la persona por su dignidad, se las valora por lo que ganan, producir, compran y gastan; a las personas se las consume como se consume una camisa; cuando no sirve, al basurero. El que no gana, compra y consume, es material desechable. Fácilmente todos nos contagiamos con la fiebre posesiva que acaba deshumanizándonos.
2. Según el evangelio el valor que verdaderamente nos personaliza y es clave para la convivencia social, es compartir. No ser individualista sino solidario Hay una breve parábola evangélica muy elocuente : un rico hacendado que llenó a rebosar sus graneros con abundante cosecha y despreocupándose de los demás, se echó a dormir tranquilo: “despreocúpate, alma mía, que ya tienes para pasar el invierno”. El evangelio le llama insensato, estúpido, porque ni siquiera piensas que se puede morir de un momento a otro. Pero concluye la parábola: en la conducta de ese hacendado se refleja el engaño del que “acapara para sí mismo y no actúa según Dios, amor que continua y gratuitamente se da.
3. Da la impresión de que con mucha frecuencia los cristianos, contagiados por la mentalidad generalizada en nuestra cultura, ponemos nuestra confianza en el valor de ganar dinero, tener buena posición social y una vida cómoda. Pensamos que “lo mío es mío y puedo hacer con ello lo que quiera” y de cuando en cuando hacemos una limosna para tranquilizar nuestra conciencia. “Contra avaricia, largueza”, recomendaba el catecismo que aprendí de memoria cuando era niño. Hoy apenas empleamos el término “largueza”, se habla más bien de solidaridad. Pero “largueza” sugiere la conducta de una persona que siempre está saliendo de su tierra y de su propia seguridad. Alargando su corazón y tendiendo su mano al otro, manifestado así la condición de Dios que se ha revelado en Jesucristo como amor que se da sin recibir nada a cambio. Es la vocación que celebramos en la mesa compartida de la eucaristía.