La sed que nos constituye (7..12.14)
Por experiencia sabemos que nuestro corazón no se aquieta sólo dando satisfacción a nuestros instintos; “todos queremos más”, decía una canción popular de hace unos años. Este deseo nos lleva siempre más allá de lo alcanzado ya. Y viendo como los momentos de felicidad se desvanecen apenas llegan, soñamos con esa tierra firme donde nuestro deseo de gozo interminable y pleno encontrará respuesta.
Es aquí donde casi espontáneamente los seres humanos recurrimos a Dios. Unos dicen que no existe porque sencillamente es proyección de nuestro deseo. Nosotros creemos que más bien los seres humanos surgimos y estamos sostenidos por el amor y deseo de Dios: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín)
A la hora de canalizar nuestro deseo de felicidad caben dos direcciones y dos actitudes. Primera, pensar nada más en uno mismo dando satisfacción a todo gusto inmediato; los otros son mirados por su rentabilidad como objetos de consumo. Segunda, interpretar el deseo como una llamada saludable para relacionarnos con los otros descubriendo en ellos una dimensión sagrada y anticipo de la total felicidad anhelada: “Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjanme muriendo, un no sé que quedan balbuciendo” (San Juan de la Cruz)
Hoy el Evangelio nos pide que vayamos al desierto de nuestra vida Es decir, que tomemos conciencia de lo que ya experimentamos: los dioses de la tierra no nos satisfacen; cuando ponemos la confianza total en el dinero, en el prestigio, en el dominio sobre los demás, olvidamos nuestra condición más profunda. Estamos surgiendo del amor de Dios, y sólo abriéndonos a ese amor que genera la dignidad inviolable de todos los seres humanos, encauzamos bien ese deseo que nos habita e inquieta. Vivimos en una sociedad con esos paraísos que son los nuevos supermercados donde se ofrece satisfacción para todos nuestros deseos. Multiplican las ocasiones de placer pero no generan sin más felicidad ni alegría. En este vacío existencial la Palabra hoy nos dice: “allanad los caminos”, “que lo torcido se enderece y se manifestará la gloria del Señor” para ahondar en la sed de Dios que nos constituye.
Es aquí donde casi espontáneamente los seres humanos recurrimos a Dios. Unos dicen que no existe porque sencillamente es proyección de nuestro deseo. Nosotros creemos que más bien los seres humanos surgimos y estamos sostenidos por el amor y deseo de Dios: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín)
A la hora de canalizar nuestro deseo de felicidad caben dos direcciones y dos actitudes. Primera, pensar nada más en uno mismo dando satisfacción a todo gusto inmediato; los otros son mirados por su rentabilidad como objetos de consumo. Segunda, interpretar el deseo como una llamada saludable para relacionarnos con los otros descubriendo en ellos una dimensión sagrada y anticipo de la total felicidad anhelada: “Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjanme muriendo, un no sé que quedan balbuciendo” (San Juan de la Cruz)
Hoy el Evangelio nos pide que vayamos al desierto de nuestra vida Es decir, que tomemos conciencia de lo que ya experimentamos: los dioses de la tierra no nos satisfacen; cuando ponemos la confianza total en el dinero, en el prestigio, en el dominio sobre los demás, olvidamos nuestra condición más profunda. Estamos surgiendo del amor de Dios, y sólo abriéndonos a ese amor que genera la dignidad inviolable de todos los seres humanos, encauzamos bien ese deseo que nos habita e inquieta. Vivimos en una sociedad con esos paraísos que son los nuevos supermercados donde se ofrece satisfacción para todos nuestros deseos. Multiplican las ocasiones de placer pero no generan sin más felicidad ni alegría. En este vacío existencial la Palabra hoy nos dice: “allanad los caminos”, “que lo torcido se enderece y se manifestará la gloria del Señor” para ahondar en la sed de Dios que nos constituye.