La fe cristiana como experiencia de vida (25.1.2015)
“Jesús comenzó a predicar diciendo: convertíos porque está cerca el reino de Dios”.
“Reino de Dios” es símbolo de la utopía que una y otra vez mantiene viva la esperanza en el pueblo donde se escribió la Biblia. Un tiempo paradisíaco en el que lobo feroz y cordero indefenso vivirán juntos y en paz; cuando los humanos en vez de forjar lanzas y espadas para matarse, invertirán los recursos en fabricar arados y podaderas para cultivar el campo. En nuestra cultura diríamos: se acabarán las violencias e imposiciones de unos pueblos sobre otros, y en vez de inventar armamentos cada vez más sofisticados para destruir, la técnica servirá para producir más recursos y distribuirlos con equidad entre todos. Simplificando mucho podríamos decir que “reino de Dios” es lo que ocurre cuando mujeres, hombres y pueblos tienen como único Señor de su vida y de sus pasos a Dios, amor incondicional que quiere la vida en plenitud para todos.
En la espera de esa reino de Dios o sociedad nueva donde las relaciones humanas procedan en justicia, Jesús escuchó al profeta Juan que predicaba la necesidad de compartir con los demás y no quedar sólo en ritualismos religiosos. Pero en su bautismo Jesús tuvo una experiencia muy singular: “Tu eres mi hijo amado”; Dios es amor y no sabe más que amar. Y entendió también que esa presencia de Dios se hace realidad en nuestra historia en la medida en que los seres humanos, consintiendo ese amor de Dios, salen de su individualismo amando de verdad a los otros. La palabra griega “país” a la vez significa hijo y servidor.
El Jordán donde Jesús fue bautizado estaba fuera de Galilea. Por eso es muy significativo un detalle del evangelio. No dice que Jesús “volvió” a Galilea sino que “llegó”. Desde su experiencia de Dios en el bautismo, su vida dio un paso adelante; iniciaba una nueva etapa; experimentaba que la esperanza de siglos se estaba realizando. Por eso la conversión que propone no es por miedo al castigo que nos imponga una divinidad insobornable. La presencia de Dios actuando ya en este mundo y perfeccionando a la humanidad que se abre a esa presencia, ya es una realidad apasionante, como un tesoro escondido; merece la pena volver los ojos del corazón a esa realidad y centrar todos los empeños. La experiencia mística entendida como la fe o apertura incondicional a esa presencia de Dios amor que actúa ya en todas las personas y en todos los acontecimientos es decisiva hoy para la renovación de la comunidad cristiana.