Donde hay miedo al castigo no hay amor (7.8.16)

“No temáis pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”


Este evangelio no es para meternos miedo sino para darnos confianza. Jesús vivió con intensidad y nos transmitió su experiencia: Dios es amor y no sabe más que amar. Cuando el ser humano gusta esa presencia, espontáneamente se siente agradecido y motivado para ser grato amando y perdonando a los demás. Nada hay más ajeno a esta experiencia o fe cristiana que el miedo. En una de sus cartas Juan dice: “donde hay miedo al castigo no hay amor porque el amor expulsa al miedo”.

“Dios es amor”. Aquí está el mensaje central del Evangelio. Un amor que nunca falla; que nos sostiene cuando somos honrados y que tampoco nos abandona cuando somos egoístas e injustos. Al sentirnos amados y al mirar a los otros originados por ese amor, tenemos ya la inspiración para una conducta solidaria. Con esa visión podemos pensar no sólo qué será de nosotros sino qué será de los que no pueden ni saben ni tienen. Si vivimos este Evangelio ¿por qué andamos por la vida con cara de poco redimidos? ¿Por qué hacemos de la moral cristiana una carga de preceptos y normas que finalmente resultan cargas insoportables?

La Palabra nos invita hoy a responsabilizarnos de nuestra propia vida; estar en vela. Despiertos no por miedo al castigo de una divinidad que lo ve todo y que no deja pasar una. Ni para ganarnos el cielo con renuncias y sacrificios. Debemos estar vigilantes para ser testigos del amor gratuito con que Dios continuamente nos crea; es el criterio único para la moral cristiana. Se trata de taladrar la cáscara superficial de las personas y de los acontecimientos, para vislumbrar y gustar esa presencia de amor en que todos estamos unidos. En esa mirada contemplativa, podemos crecer en confianza. Viene a ser apertura y permeabilidad al Padre que con y en los seres humanos va construyendo la fraternidad a lo largo de la historia.
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