La Pascua que viene "para la gente que se va"

Siento la inquietud de la gente en el ambiente. La inquietud de quien se apresta a disfrutar de un tiempo distinto, más libre y alegre, tiempo lleno de planes y expectativas. En cada tienda y esquina, en la radio y en la escalera de vecinos se escucha un “qué vais a hacer, a dónde os vais, qué tiempo nos deparará el tiempo, podéis marchar todos”… Es como una frase hecha que sale de rostros con sonrisa de oreja a oreja. Lo escucho todo, lo medito, lo entiendo y dentro de mí no puedo menos de pensar en nuestro tiempo, el tiempo de los misterios centrales de la fe en Jesucristo. Pienso también en la gente que no se irá a ninguna parte, que no puede irse a ninguna parte… me duele la indiferencia con que se les ignora, pero ésta es otra cuestión.

Pienso en todo esto, como tanta gente en el cristianismo de las sociedades modernas. Uno ya no puede sumergirse en la experiencia de la fe al margen del mundo y de la gente que nos rodea. Quisiéramos que las cosas fueran de otro modo. Lugares donde la fe cristiana resonará con sentido pleno y personal. Quisiéramos que cada persona hallara en la fe el mejor sentido para su existencia cotidiana y para los momentos más críticos de la vida. Quisiéramos que la felicidad y la inquietud, el buen hacer y el fracaso pudiese cada persona traerlo a la fe en Jesús y mejorar su existencia íntegra en la compasión del Crucificado, en su mirada llena de perdón, en su esperanza inquebrantable en el Dios de la Vida.

Quisiéramos tantas cosas… pero la realidad es otra, tan diversa y tan compleja que los nuevos cristianos podemos sentirnos demasiado distintos… Quisiéramos, pero ¿es éste el querer de Dios? Decimos que hay que leer los signos de los tiempos. Los signos de los tiempos son las experiencias históricas donde Dios se revela con la identidad paternal que en Jesús alcanzó su definitiva claridad. No nos importa sólo el dato social de qué fenómenos sociales destacan en nuestra época y qué preferencias están en el corazón de la gente, sino también, y primero, cuáles de entre esas experiencias revelan la presencia salvífica de Dios en el Mundo, y cuáles la ocultan más y están más necesitadas de purificación. Conversión decimos nosotros.

Un conocido teólogo, y con el don de escribir con máxima sencillez, Luis González Carvajal, escribe no importa dónde, -cito de memoria y acomodándolo a mi “teología”-, que los signos de los tiempos hemos de discernirlos a la luz de la vida y la persona de Jesús; y especialmente, a la luz de su radical intimidad con Dios como Dios de Amor y Compasión; como Padre; y a su lado, la compasión extrema de ese Dios de Jesús para con los pobres, sencillos, enfermos, proscritos y pecadores; y por fin, a la luz de un Dios que se desvive en el respeto por el hombre como ser de conciencia libre, como aquél que es mayor que el sábado, como aquél a quien la salvación le es ofrecida como gracia y recibida, en su caso, con libertad humilde; y que éste es el camino de su cristificación.

Algo así dice Luis, y algo así quisiera repetir yo, al traer aquí esta intuición de que hay que estar muy abiertos y ser perspicaces para captar los signos del Reino de Dios creciendo aquí, en la Iglesia confesante, sí, y en mucha gente de toda condición, en el mundo del día a día, tan aparentemente alejado de la fe, y a la vez, tan sensible en tantos casos a la vida y la libertad. ¿De todos? Ésta es la cuestión, que a menudo es un mundo tan sensible a la vida y la libertad como reacio a mirar esto desde los más pobres y débiles. No entraré por este camino, pero sin duda es la senda por dónde nuestro mundo, leído en positivo, se pierde en un solipsismo desesperante: al hablar de derechos, al hablar de vida digna, al hablar de paz, al hablar de bienestar, al hablar de salud, hablar de desarrollo, al hablar de niñez, al hablar de injusticia… ¿Debo decir más?

En estos días, al coincidir con la gente, al observarla de cerca, al escuchar cada conversación y atender a cada mirada, a esa inmensa riada de gente la acogemos como Dios acoge en el calvario de Jesús y en su resurrección a todos; y como buena noticia ofrecida gratuitamente al corazón libre de cada uno, quisiéramos que le resonara por distintos caminos la misma noticia: Jesucristo es el Señor de la Vida, lo es para todos, como regalo siempre ofrecido; los cristianos queremos contarla como el mensajero que trae la noticia que le encargaron, más aún, que le requema el corazón; noticia que le hace vivir, que es de esperanza y confianza en la vida y en los otros; convencidos de que siempre habrá en el mundo quien la reciba ilusionado y se confíe a ella, y de que siempre el mundo, en la misma medida que sea humano, la encontrará digna de respeto y aprecio; ¡digna de fe, por qué no! No estamos solos, ni corremos como locos por exprimir una existencia en solitario, sino que el Dios de la Vida, en su Hijo, Jesucristo, hizo y hace para siempre el camino de cada persona, y especialmente, el camino de los que más sufren.

El via crucis de los más tirados del mundo siempre concluye en el corazón de Dios. Tengamos así una palabra de paciencia con el distinto, y de firmeza con el injusto; una palabra de respeto con todos y de sincera corrección con quien abusa del débil; una palabra de fe en la vida y una disposición bien probada a la fraternidad samaritana. Tengamos la disposición de dar razón de la esperanza que nos anima, Jesucristo es el Señor; y, vosotros, hermanos del mundo, ¿quién decís que soy yo”? Felices días.
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