¿Todavía la economía admite sueños de justicia social?
“Estamos ante una emergencia mundial en la lucha contra la pobreza”, clamó nada menos que el premier británico en la Cumbre del Foro Económico Mundial de Davos (Suiza/25 de Enero de 2008), y a él le siguieron distintos líderes mundiales de la empresa y el espectáculo. Se había reunido en Davos el selecto club de los notables de nuestro mundo, es decir, de los que lo dirigen. En realidad, los que se dejan ver. Otros, ni eso. El caso es que algunos son más críticos y se mueven, a mi juicio, entre la obediencia a la tiranía del dinero y la voluntad política de un mundo mejor, pero sin arriesgar mucho. Menos es nada. Y no habían llegado al asiento, cuando estalló la última crisis financiera y, con ella, el pánico de cómo habría de afectar a nuestras economías reales, y sí será ralentización del crecimiento o si derivará en recesión. En fin, lo que Ustedes conocen.
Cuando suceden estas cosas, volvemos la vista hacia los economistas a ver qué pueden decirnos. Es lógico. A quién si no. Por lo general, explican mejor por qué ha pasado algo que no lo que seguirá pasando. Lo aceptamos. Así trabajan las ciencias sociales. Sólo les pedimos que no nos cuelen gato por liebre, es decir, que si algo va a ser de un modo, puestas unas condiciones, nos hablen de esas condiciones y por qué esas y no otras.
Queremos saber la parte técnica de cada decisión y también la parte política, la que tiene que ver con los intereses en juego, con la fuerza real de cada grupo social, con los condicionamientos exteriores, con las exigencias del dinero, etc. Nos importa sobremanera esta verdad de los hechos y no que nos lo den todo decidido, con la apariencia de inevitabilidad, o incluso, de que se hacen cosas por nuestro bien, pero sin nosotros. Ya me entienden. En economía y en política pasa a menudo.
En estas circunstancias también hay gente que pregunta a los moralistas, ¿dónde están las soluciones? ¿No es cierto que la investigación no ofrece otra salida económica y política? Y tienen su punto de razón, pero pensemos esto: ¿dónde están los medios y los estudiosos que en el Norte, y en el Sur, se empeñan en esta tarea? ¿Dónde están las fuerzas políticas que nos convocan alrededor de otra gestión de la globalización? ¿Dónde están las estructuras políticas mundiales que responden a la globalización de los mercados?
La ética sabe, desde luego, que una correlación de fuerzas tan desigual como la presente, hace muy difícil una “alternativa” en la gestión política y social de la actividad económica, como ha reclamado Alain Touraine. Pero, a la vez, la conciencia moral compartida nos obliga a indagar en varias perspectivas y, la primera de ellas, ésta: ¿Estamos, sólo y primero, ante una cuestión económica? Bien sabemos que no. Mucha gente piensa, y sabe, que la relación entre lo que sabemos, podemos, queremos y decidimos puede resolverse de varias formas más democráticas y menos economicistas que las presentes.
El discernimiento ético no puede evitar, es cierto, la realidad y su ley fundamental: una dialéctica tan incómoda como ineludible entre lo humanamente deseable y lo históricamente posible, según factores muy diversos. Sin embargo, este posibilismo no ha de ocultarnos las víctimas de un modelo de crecimiento tan despilfarrador como insostenible y excluyente. Sólo mirando desde ellas y sus necesidades es posible percibir, con auténtico realismo, las necesidades humanas de la economía; sólo ellas introducen una hermenéutica universalista en nuestros objetivos sociales y democráticos.
En términos más concretos, “si no asumimos la causa de África como causa de la humanidad, si no logramos el control político de la globalización económica y financiera, -proclama Lulla y le respalda Angela Merkel-, ¿qué futuro podemos aguardar?
Y, ¿quién será, se pregunta una ética sin complejos ni esquiva, el sujeto político de esa combinación alternativa entre saber, poder, querer y confiar? Una cuestión muy notable y que podríamos atender considerando, primero, la responsabilidad de las personas en cuanto individuos y la coherencia personal en todos los planos de nuestra vida, desde lo material a lo ético, y desde lo político a lo ideológico y religioso. En otras palabras, el cambio social comienza a forjarse en el interior de las personas, recuperando muchas dimensiones que los tecnócratas no saben valorar bien.
Lógicamente, debemos considerar también la responsabilidad de las personas en sus asociaciones varias, y hacerlo con la vista puesta en el objetivo de fondo: llegar a un nuevo pacto social y político en el que confluyan el máximo posible de fuerzas sociales. Por tanto, es claro que la viabilidad de una alternativa social dependerá, en grandísima medida, de una "sociedad civil" que comparta unas convicciones éticas humanistas y unas propuestas regeneradoras de la Política y de la intervención social en los mercados.
Luego, ¿quién será el sujeto político que va a impulsar una globalización alternativa, por justa y solidaria, democrática y universal, posible y sostenible? ¿Quién reclamará que "volvamos" a la primacía de la política democrática sobre la economía? El movimiento cívico, red de grupos y organizaciones que se reconocen en la lucha por la justicia y la solidaridad en orden a ganar la conciencia de la sociedad civil para que elija otros fines, y que trabaja ya en tres perspectivas:
Los símbolos y valores alternativos (concienciación-educación); las acciones, campañas y redes a su servicio; y un movimiento civil que aspira a convencer a la mayoría de la sociedad civil y a que ésta se exprese por otro pacto político en nuestras democracias, en las Instituciones Internacionales y, por qué no, en las sociedades del Sur. El último destino por tanto es “político” y no sólo, “cívico” o “moral”.
Vencer las resistencias de todo tipo, y sin duda la satisfacción “política” de los acomodados, es una cuestión definitiva. En este sentido, el cristianismo constituye una mina de posibilidades públicas solidarias cuando se entiende desde las preguntas y respuestas que recorren la Escritura: ¿qué es de tu hermano? Y la respuesta evasiva, ¿acaso soy yo guardián de la suerte de mi hermano? (Gn 4, 9). Y de nuevo la pregunta: ¿cuál de estos tres se hizo prójimo?, y la respuesta moral por excelencia, “el que tuvo compasión del caído” (Lc 10, 36-37).
Cuando suceden estas cosas, volvemos la vista hacia los economistas a ver qué pueden decirnos. Es lógico. A quién si no. Por lo general, explican mejor por qué ha pasado algo que no lo que seguirá pasando. Lo aceptamos. Así trabajan las ciencias sociales. Sólo les pedimos que no nos cuelen gato por liebre, es decir, que si algo va a ser de un modo, puestas unas condiciones, nos hablen de esas condiciones y por qué esas y no otras.
Queremos saber la parte técnica de cada decisión y también la parte política, la que tiene que ver con los intereses en juego, con la fuerza real de cada grupo social, con los condicionamientos exteriores, con las exigencias del dinero, etc. Nos importa sobremanera esta verdad de los hechos y no que nos lo den todo decidido, con la apariencia de inevitabilidad, o incluso, de que se hacen cosas por nuestro bien, pero sin nosotros. Ya me entienden. En economía y en política pasa a menudo.
En estas circunstancias también hay gente que pregunta a los moralistas, ¿dónde están las soluciones? ¿No es cierto que la investigación no ofrece otra salida económica y política? Y tienen su punto de razón, pero pensemos esto: ¿dónde están los medios y los estudiosos que en el Norte, y en el Sur, se empeñan en esta tarea? ¿Dónde están las fuerzas políticas que nos convocan alrededor de otra gestión de la globalización? ¿Dónde están las estructuras políticas mundiales que responden a la globalización de los mercados?
La ética sabe, desde luego, que una correlación de fuerzas tan desigual como la presente, hace muy difícil una “alternativa” en la gestión política y social de la actividad económica, como ha reclamado Alain Touraine. Pero, a la vez, la conciencia moral compartida nos obliga a indagar en varias perspectivas y, la primera de ellas, ésta: ¿Estamos, sólo y primero, ante una cuestión económica? Bien sabemos que no. Mucha gente piensa, y sabe, que la relación entre lo que sabemos, podemos, queremos y decidimos puede resolverse de varias formas más democráticas y menos economicistas que las presentes.
El discernimiento ético no puede evitar, es cierto, la realidad y su ley fundamental: una dialéctica tan incómoda como ineludible entre lo humanamente deseable y lo históricamente posible, según factores muy diversos. Sin embargo, este posibilismo no ha de ocultarnos las víctimas de un modelo de crecimiento tan despilfarrador como insostenible y excluyente. Sólo mirando desde ellas y sus necesidades es posible percibir, con auténtico realismo, las necesidades humanas de la economía; sólo ellas introducen una hermenéutica universalista en nuestros objetivos sociales y democráticos.
En términos más concretos, “si no asumimos la causa de África como causa de la humanidad, si no logramos el control político de la globalización económica y financiera, -proclama Lulla y le respalda Angela Merkel-, ¿qué futuro podemos aguardar?
Y, ¿quién será, se pregunta una ética sin complejos ni esquiva, el sujeto político de esa combinación alternativa entre saber, poder, querer y confiar? Una cuestión muy notable y que podríamos atender considerando, primero, la responsabilidad de las personas en cuanto individuos y la coherencia personal en todos los planos de nuestra vida, desde lo material a lo ético, y desde lo político a lo ideológico y religioso. En otras palabras, el cambio social comienza a forjarse en el interior de las personas, recuperando muchas dimensiones que los tecnócratas no saben valorar bien.
Lógicamente, debemos considerar también la responsabilidad de las personas en sus asociaciones varias, y hacerlo con la vista puesta en el objetivo de fondo: llegar a un nuevo pacto social y político en el que confluyan el máximo posible de fuerzas sociales. Por tanto, es claro que la viabilidad de una alternativa social dependerá, en grandísima medida, de una "sociedad civil" que comparta unas convicciones éticas humanistas y unas propuestas regeneradoras de la Política y de la intervención social en los mercados.
Luego, ¿quién será el sujeto político que va a impulsar una globalización alternativa, por justa y solidaria, democrática y universal, posible y sostenible? ¿Quién reclamará que "volvamos" a la primacía de la política democrática sobre la economía? El movimiento cívico, red de grupos y organizaciones que se reconocen en la lucha por la justicia y la solidaridad en orden a ganar la conciencia de la sociedad civil para que elija otros fines, y que trabaja ya en tres perspectivas:
Los símbolos y valores alternativos (concienciación-educación); las acciones, campañas y redes a su servicio; y un movimiento civil que aspira a convencer a la mayoría de la sociedad civil y a que ésta se exprese por otro pacto político en nuestras democracias, en las Instituciones Internacionales y, por qué no, en las sociedades del Sur. El último destino por tanto es “político” y no sólo, “cívico” o “moral”.
Vencer las resistencias de todo tipo, y sin duda la satisfacción “política” de los acomodados, es una cuestión definitiva. En este sentido, el cristianismo constituye una mina de posibilidades públicas solidarias cuando se entiende desde las preguntas y respuestas que recorren la Escritura: ¿qué es de tu hermano? Y la respuesta evasiva, ¿acaso soy yo guardián de la suerte de mi hermano? (Gn 4, 9). Y de nuevo la pregunta: ¿cuál de estos tres se hizo prójimo?, y la respuesta moral por excelencia, “el que tuvo compasión del caído” (Lc 10, 36-37).