"Via crucis" de Jesucristo en el Mediterráneo

De todas las noticias que han sonado durante este día, sin duda la más conmovedora ha sido ésta: Mueren 14 inmigrantes, nueve de ellos niños, en la costa de Almería. Viajaban en una Zodiac. Catorce inmigrantes subsaharianos, entre ellos nueve niños de edades comprendidas entre los doce meses y los cuatro años, han muerto durante su travesía hacia España en patera, según el testimonio de los 34 supervivientes.

Me acercaba yo esta mañana hasta la sala de espera de un hospital y allí hemos pasado cuatro horas. Ya se sabe que a los hospitales hay que ir sin prisa. Contemplaba a toda aquella gente, casi todos mayores, ancianos incluso, y pensaba en sus quejas y dolores. Cada uno con su mal a cuestas. No eran enfermedades incurables, sino más bien el peso de los años. Los enfermos se contaban sus dificultades y terminaban diciendo con unas u otras palabras esto: “Cada uno siente su mal”.

Tenían razón. Quienes les acompañábamos, sus familiares, les decíamos entre risas lo bien que estaban, que no les dolía nada, que estaban cerca de los noventa años y que por su propio pie, con un poco de ayuda, hasta allí habían llegado. Cada uno de ellos tenía que esperar al especialista; había tres cardiólogos. Previamente, allí mismo, les han hecho un análisis de sangre bien completo, una radiografía de tórax y un electrocardiograma. Después, los han ido llamando uno a uno, y si todo ha ido bien, hasta pronto; vuelva Usted en seis meses. Era un hospital público. Nada extraordinario,

En aquella sala de espera, en las idas y venidas de los enfermos, otra vez sonaba la conclusión que he dicho: “Sí, sí, pero cada uno siente su mal”. Como viera yo que le dábamos tantas vueltas a nuestros casos, me ha parecido que no estaba fuera de lugar el recordar la noticia de ese naufragio y que, entre las víctimas, casi con certeza, había nueve niños de menos de cuatro años. He hecho como que se lo decía sólo a mi madre. “Pero, ama, date cuenta de la suerte que tenemos, mira lo que ha pasado esta noche en el mar, junto a Almería”. ´

Se ha hecho un breve silencio. Y, lo que imaginamos, “no hay derecho, no hay derecho… ¿pero de quién es la culpa, y qué habría que hacer? Y, ¿de qué nos quejamos nosotros?: noventa años, y que si no podemos andar, o que no podemos comer tal o cual cosa, o cuánto tarda el médico… ¡Qué Dios nos perdone!, ha dicho alguien. Nada que no sepa el lector y nada que no sea “la conmoción humana”, la “empatía inicial con las víctimas”.

Y quién podrá responder esas preguntas. La patética moral que se indigna y sufre, es el mínimo de nuestra condición humana; no es despreciable, pero sólo es el comienzo. Esto daría para una reflexión con muchas claves y responsabilidades, pensando en sus países y en los nuestros, en sus vidas y en nuestros modos de vida. Si estos pueblos y gentes los aceptamos como iguales a nosotros, si aceptamos la igualdad de las personas y los pueblos en la única familia humana, ¡pienso moralmente!, y si pensamos en los modos de vida y consumo de toda la humanidad desde la satisfacción de las necesidades más básicas de todos, ¡pienso económicamente!, hay que cuestionar a fondo “modos de vida” y “principios jurídicos de derecho internacional” que los Estados, y sus ciudadanos más “desarrollados”, utilizamos con ventaja y con la mejor conciencia. He analizado esto con más detalle en Globalización: valoración ética cristiana e iniciativas políticas, Lumen, 55 (2007)449-473.

Y luego está la lectura teológica de todo esto. Es decir, ¿cómo seguir haciendo teología después de esta sangría humana en el Mediterráneo? O mejor aún; yo no tengo dudas sobre el derecho y el deber de seguir haciendo teología después de esto, sino que me agobia pensar qué teología hemos de hacer y a qué fe y caridad ha de corresponder. Esto no se puede despachar en términos de teología del “sacrificio redentor de Cristo” y de la “resignación cristiana ante la finitud de nuestra existencia pecadora”. Sé que exagero. Nadie lo iba a pensar así. Pero la Iglesia entera, y nosotros en ella, estamos obligados a reconocer que en este calvario contemporáneo, Jesucristo mismo pasa de nuevo camino del Gólgota, y suena más real que nunca aquello de “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y me pregunto y respondo con sinceridad, “yo sí sé lo poquísimo que hago”; y tengo la impresión, por no decir la certeza, y respeto así la conciencia ajena, de que “mucha gente sabe lo poquísimo que hace”. Estoy convencido de que esa tragedia refleja ya "la cuestión humana primordial", y que exige su asunción efectiva, es decir, ética y religiosa, personal ¡y política!, como injusticia primera en la conciencia de los ciudadanos de Occidente. Dicho en sencillo, en este momento no hay ninguna causa más injusta que la miseria, postración y hambre de los pueblos del Sur.

Estoy convencido de que en esto, como cristianos e Iglesia de Jesús, tenemos que ser socialmente mucho más insistentes y exigentes que hasta ahora. Ojalá haya gente que tire de nosotros y grite contra este calvario de Jesucristo a tiempo y a destiempo. Es un día muy triste, este diez de julio de 2008, y hay que ser muy “santo”, pero muy, muy “santo”, de los de verdad, para decir sin dolor del alma y vergüenza espiritual, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con Dios.
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