Los cristianos en un Estado laico. Detalles del libro de González-Carvajal (I)
Los cristianos en un Estado laico es el título de un estudio recién publicado por Luis González-Carvajal (PPC, 2008. 156 pp). Es un libro breve y de ello presume el autor: “me siento feliz si logro reducir lo escrito a la mitad” (p 10). (Yo no tengo esta misma idea, como norma, pero reconozco que Luis acierta). De inmediato añade una “profecía”: “Como se han polarizado tanto las posturas de unos y otros en los últimos años, al entregar este libro a la imprenta, me temo que no gustará ni a propios ni a extraños, aunque por motivos diferentes” (p 11). (Tampoco en esto coincido. Creo que gustará a muchos, porque es sensato, argumentado y equilibrado. Y creo que éste es el perfil “personal” que predomina en la Iglesia y en nuestra sociedad, por más que el “bla, bla, bla” de los exaltados parezca lo más común. Pero, ¡qué va!, lo que pasa es que se lleva el histrionismo ideológico. Es otra variante de la “sociedad espectáculo”. A falta de argumentos, el exceso verbal).
El caso es que Luis se ha planteado las cuestiones más comunes en el tema. Así, cómo entender los conceptos no confesionalidad, laicidad y laicismo, para quedarse entre quienes entienden por laicidad del Estado lo mismo que por a-confesionalidad. Estoy de acuerdo. Su contrario, por tanto, es laicismo y así no hablamos de sana o insana laicidad.
Aborda entonces Luis la cuestión de las leyes “justas” en un Estado laico, para decantarse por una solución válida, -dice-, aunque humilde: hay que compartir el fundamento de la ética civil. (Claro –añado por mi parte- es que no hay otro camino, la ética civil, vista como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales, patrimonio ético de la comunidad). Y concluye, “la ética civil sirve única y exclusivamente para inspirar las leyes civiles”, con el fin de “garantizar una paz ordenada”. (p 46). (Yo en este caso, soy más optimista, y creo que la ética civil debe y puede ordenar muchos comportamientos públicos y privados en la vida de la gente que no participa de una moral de grupo, religiosa por ejemplo; o cuando entramos en relaciones con gentes de muy distinto signo, y no hay una obligación moral cristiana que no obligue a hacer algo, o no hacer, de un modo determinado. Yo la veo muy rica en posibilidades en la vida diaria, a medida que ésta es más y más plural en cosmovisiones. Incluso dentro de casa).
Y las leyes democráticas, ¿puede haberlas injustas? Pude haberlas, -dice Luis-, pero hay que extremar el cuidado para probar que la crítica de su injusticia obedece a razones morales, y no a posiciones políticas o ideológicas. Y a sabiendas de que si obedece a razones morales, lo hace según la propia visión de las cosas, por ejemplo la cristiana, y por ende, ¡estamos en el foro secular!, hay que mostrarlo en términos de ética civil, y hacerlo por la vía del diálogo y la persuasión, queriendo purificarla siempre (p 54), como es normal y debido. (Estoy de acuerdo).
Y aquí una frase que no termino de ver clara. Dice así: “Lo que no puede hacer la Iglesia es cuestionar la aplicación de una ley aprobada por el Parlamento mientras no haya sido derogada, porque eso sería disolvente. Pero sí debe recordar a los creyentes que ellos no deben regir su conducta por las leyes civiles ni por la ética civil, sino por la moral cristiana… Cuando las leyes civiles permitan comportamientos que la moral cristiana reprueba, el creyente debe saber que él no puede aprovecharse de esa permisividad. Y, si alguna vez las leyes civiles le exigieran un comportamiento contrario a sus convicciones, el deberá acogerse a la objeción de conciencia… En una sociedad democrática el ejercicio de la objeción de conciencia debe estar exento de sanciones, tanto penales como de cualquier otro tipo” (pp 55, 56 y 57). (Entiendo que se está apelando a que la objeción de conciencia es siempre una cuestión al cabo “personal”, en lo que estoy de acuerdo, y añado –no sé si lo dice- que el ejercicio de la objeción de conciencia tiene que tener unos límites en la sociedad democrática, pues de otro modo, sería ingobernable. Creo que la distinción entre objeción de conciencia, es decir, hay una ley reguladora, y desobediencia civil legítima, es decir, no hay ley reguladora todavía, es provechosa).
Sigue Luis su reflexión con un tema más fácil, y tratado en otras obras suyas, como es el de la presencia pública de los cristianos en la sociedad democrática, a través de las mediaciones “sociales” y “políticas” más conocidas, considerando ventajas y desventajas de hacerlo en las mediaciones “comunes y laicas”, como fermento en la masa, o en “mediaciones propias”, bien de inspiración cristiana, bien incluso confesionales. Diferencia con tino las experiencias, reflexiona sobre los presbíteros y la política, ¡asunto poco tratado hoy!, y da buenas razones “pastorales” para preferir unas u otras en cada caso. Y aquí una afirmación que entiendo, pero que puede confundir. Es esta comparación entre las comunidades cristianas y las obras sociales promovidas por los creyentes: “La obras sociales no tienen valor sacramental; no visibilizan la acción salvífica de Dios sino tan sólo la acción de los cristianos en el mundo” (p 108). (Yo creo que debió decir que no son obra de la Iglesia como tal, como es la acción de Cáritas (Cfr. DCE, 32), pero sí visibilizan y tienen valor salvífico, cuando obedecen a los signos del Reino. Todo con su medida de gracia y pecado).
Por fin, se plantea Luis eso del Estado laico y la financiación de la Iglesia, y otra vez da buenas razones para justificarla en términos de democracia y de justicia, y desaconsejarla en términos pastorales. Ofrece algunos datos que siempre me presentan duda, como el de que “los rendimientos del patrimonio no llegan a cubrir en ninguna diócesis el 5% de su presupuesto” (p 139). (¡Supongo que se refiere al patrimonio inmueble! Tengo dudas de que el capital variable a ninguna diócesis le haya supuesto con la bolsa alta más que esto). Y luego que la asignación tributaria y el complemento estatal sólo cubren hoy el 25% del presupuesto de la Iglesia (p 141), tampoco lo veo claro en cuanto a qué conceptos incluye y si éstos son siempre homogéneos.
(Continuará en II)
El caso es que Luis se ha planteado las cuestiones más comunes en el tema. Así, cómo entender los conceptos no confesionalidad, laicidad y laicismo, para quedarse entre quienes entienden por laicidad del Estado lo mismo que por a-confesionalidad. Estoy de acuerdo. Su contrario, por tanto, es laicismo y así no hablamos de sana o insana laicidad.
Aborda entonces Luis la cuestión de las leyes “justas” en un Estado laico, para decantarse por una solución válida, -dice-, aunque humilde: hay que compartir el fundamento de la ética civil. (Claro –añado por mi parte- es que no hay otro camino, la ética civil, vista como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales, patrimonio ético de la comunidad). Y concluye, “la ética civil sirve única y exclusivamente para inspirar las leyes civiles”, con el fin de “garantizar una paz ordenada”. (p 46). (Yo en este caso, soy más optimista, y creo que la ética civil debe y puede ordenar muchos comportamientos públicos y privados en la vida de la gente que no participa de una moral de grupo, religiosa por ejemplo; o cuando entramos en relaciones con gentes de muy distinto signo, y no hay una obligación moral cristiana que no obligue a hacer algo, o no hacer, de un modo determinado. Yo la veo muy rica en posibilidades en la vida diaria, a medida que ésta es más y más plural en cosmovisiones. Incluso dentro de casa).
Y las leyes democráticas, ¿puede haberlas injustas? Pude haberlas, -dice Luis-, pero hay que extremar el cuidado para probar que la crítica de su injusticia obedece a razones morales, y no a posiciones políticas o ideológicas. Y a sabiendas de que si obedece a razones morales, lo hace según la propia visión de las cosas, por ejemplo la cristiana, y por ende, ¡estamos en el foro secular!, hay que mostrarlo en términos de ética civil, y hacerlo por la vía del diálogo y la persuasión, queriendo purificarla siempre (p 54), como es normal y debido. (Estoy de acuerdo).
Y aquí una frase que no termino de ver clara. Dice así: “Lo que no puede hacer la Iglesia es cuestionar la aplicación de una ley aprobada por el Parlamento mientras no haya sido derogada, porque eso sería disolvente. Pero sí debe recordar a los creyentes que ellos no deben regir su conducta por las leyes civiles ni por la ética civil, sino por la moral cristiana… Cuando las leyes civiles permitan comportamientos que la moral cristiana reprueba, el creyente debe saber que él no puede aprovecharse de esa permisividad. Y, si alguna vez las leyes civiles le exigieran un comportamiento contrario a sus convicciones, el deberá acogerse a la objeción de conciencia… En una sociedad democrática el ejercicio de la objeción de conciencia debe estar exento de sanciones, tanto penales como de cualquier otro tipo” (pp 55, 56 y 57). (Entiendo que se está apelando a que la objeción de conciencia es siempre una cuestión al cabo “personal”, en lo que estoy de acuerdo, y añado –no sé si lo dice- que el ejercicio de la objeción de conciencia tiene que tener unos límites en la sociedad democrática, pues de otro modo, sería ingobernable. Creo que la distinción entre objeción de conciencia, es decir, hay una ley reguladora, y desobediencia civil legítima, es decir, no hay ley reguladora todavía, es provechosa).
Sigue Luis su reflexión con un tema más fácil, y tratado en otras obras suyas, como es el de la presencia pública de los cristianos en la sociedad democrática, a través de las mediaciones “sociales” y “políticas” más conocidas, considerando ventajas y desventajas de hacerlo en las mediaciones “comunes y laicas”, como fermento en la masa, o en “mediaciones propias”, bien de inspiración cristiana, bien incluso confesionales. Diferencia con tino las experiencias, reflexiona sobre los presbíteros y la política, ¡asunto poco tratado hoy!, y da buenas razones “pastorales” para preferir unas u otras en cada caso. Y aquí una afirmación que entiendo, pero que puede confundir. Es esta comparación entre las comunidades cristianas y las obras sociales promovidas por los creyentes: “La obras sociales no tienen valor sacramental; no visibilizan la acción salvífica de Dios sino tan sólo la acción de los cristianos en el mundo” (p 108). (Yo creo que debió decir que no son obra de la Iglesia como tal, como es la acción de Cáritas (Cfr. DCE, 32), pero sí visibilizan y tienen valor salvífico, cuando obedecen a los signos del Reino. Todo con su medida de gracia y pecado).
Por fin, se plantea Luis eso del Estado laico y la financiación de la Iglesia, y otra vez da buenas razones para justificarla en términos de democracia y de justicia, y desaconsejarla en términos pastorales. Ofrece algunos datos que siempre me presentan duda, como el de que “los rendimientos del patrimonio no llegan a cubrir en ninguna diócesis el 5% de su presupuesto” (p 139). (¡Supongo que se refiere al patrimonio inmueble! Tengo dudas de que el capital variable a ninguna diócesis le haya supuesto con la bolsa alta más que esto). Y luego que la asignación tributaria y el complemento estatal sólo cubren hoy el 25% del presupuesto de la Iglesia (p 141), tampoco lo veo claro en cuanto a qué conceptos incluye y si éstos son siempre homogéneos.
(Continuará en II)