Tras las elecciones, "el bien común"
Las elecciones generales llegaron y pasaron, como todo en la vida. No hubo sorpresa y Zapatero volvió a ganar. Les supongo a ustedes casi cansados de análisis de los resultados. A mí me entretienen mucho. Son agudos, imaginativos, y sobre todo, te explican muy bien lo que tenía que suceder y ha sucedido. Aciertan, pero después de ver los resultados. Es como prever el tiempo que hizo ayer. Acertaríamos siempre. (Por cierto, y entre paréntesis, a ver si la gente de ciudad acepta que en invierno tiene que haber días de lluvia, porque lo toman como un desastre sin paliativos. ¿Sabrán cómo se riega el campo o de dónde viene el agua?).
Pero volvamos a las elecciones. Esta vez no se ha cumplido eso de que todos han ganado. Es un tópico decirlo, pero no se ha oído mucho. El país, hablo de España, se ha partido electoralmente casi por la mitad. A favor y en contra de Zapatero. Y a favor y en contra de Rajoy. Es curioso, pero ya van varias elecciones generales que votamos en contra de alguien, más que a favor de uno. Zapatero y Rajoy, ambos y sus equipos de apoyo político y mediático, han conseguido esto: que mucha gente les vote contra el otro, para evitar que triunfe su adversario. Tiene su lógica. Se empeñan en marcar bien su territorio ideológico, ¡yo diría a simplificarlo!, juegan al conmigo o contra mí, y la gente reacciona con la cabeza y la intuición. ¡Con estos no, y voto al otro!
Ha habido analistas y periodistas que han jugado con la idea de que la gente vota sin cabeza, alocadamente, como la hinchada de un equipo defiende a los suyos en las situaciones más peregrinas. Bueno, no merece mucho comentario esta opinión. Hay gente que no sabe perder y que cree que los demás son menores de edad, si no le dan la razón. Yo los llamo fundamentalistas. Ellos saben y los demás no. Antes se les llamaba de otros modos más duros. Cuidado con estas opiniones de que la gente es “tonta”, “manipulable”, “torpe”, y que vota lo que no le conviene. Cuidado. Si la gente vota como vota, por algo será. Ésta es la cuestión. Y quien esperara otra cosa, que se pregunte, ¿por qué a nosotros, no, o menos de lo esperado? ¿Qué hemos hecho mal nosotros, o peor que otros?
Luego están los teóricos del “buenismo”. Yo ando cerca de ellos. Después de la contienda, volvamos al bien común. Debemos tener conciencia clara de que no se puede confundir el deseo con la realidad. Es decir, pasadas las elecciones generales, se supone que los profesionales de la política habrán aprendido algo en orden a no crispar tanto la convivencia, a no forzar peligrosamente las diferencias ideológicas, a coincidir en un concepto de bien común más compartido, duradero y rico en dimensiones humanas.
Bien, puede que sí, puede que no. ¿De qué depende? De si todos creemos que el bien común ha de ser definido desde la sociedad civil democrática de los iguales en derechos y deberes; con toda la libertad del mundo para dar razón de la propia visión de las cosas, pero alcanzando pactos sociales y legales avalados por extensas mayorías de ciudadanos, a sabiendas, de que los derechos humanos de las minorías, que no los abusos o antojos, siguen siendo derechos absolutamente respetables y de obligada protección pública; a sabiendas de que nadie tiene ventaja ni desventaja en el conocimiento del orden natural de las cosas; y a sabiendas, de que en una convivencia así, se pueden dar casos, bien justificados y reglados, de legítima objeción de conciencia.
Pero, para ese concepto de bien común, se necesita reconocer, nos sólo conocer, sino reconocer, que todos somos la sociedad civil de los iguales en derechos y deberes, en los argumentos y en los votos. Creo que es posible lograrlo si izquierdas y derechas, nacionalistas de uno y otro signo, creyentes o no, son (somos) capaces de someter sus convicciones más queridas al régimen de convivencia democrática entre personas e ideas tan plurales. Y éste no es otro que el de la libertad más plena en el debate social pero, de inmediato, el de los procedimientos democráticos para plasmar la regla común democrática; hasta una nueva mayoría, desde luego; pero regla común respetada.
Porque de fondo, merece que volvamos mil veces sobre la tesis de que la democracia no es el sistema político que termina con todos los conflictos y contradicciones sociales, sino el que permite la expresión libre y reglada de todos ellos, y los pone siempre en un punto de equilibrio que evita la violencia en cualquier caso, civiliza los conflictos todavía insuperables, y ordena con armonía los que ya tienen salida compartida. Por eso, quienes creen que la democracia es aceptable después de obedecer a “la naturaleza de las cosas”, y se reservan para ellos mismos el decir qué significa esto, se equivocan. Y no en que deseen para la democracia una orden natural, y lo recuerden, sino en que piensen que ellos ya lo conocen y los demás podrían verlo del mismo modo con un poco de buena voluntad. Éste es el exceso ideológico y político que los puede sacar de la democracia.
Pero volvamos a las elecciones. Esta vez no se ha cumplido eso de que todos han ganado. Es un tópico decirlo, pero no se ha oído mucho. El país, hablo de España, se ha partido electoralmente casi por la mitad. A favor y en contra de Zapatero. Y a favor y en contra de Rajoy. Es curioso, pero ya van varias elecciones generales que votamos en contra de alguien, más que a favor de uno. Zapatero y Rajoy, ambos y sus equipos de apoyo político y mediático, han conseguido esto: que mucha gente les vote contra el otro, para evitar que triunfe su adversario. Tiene su lógica. Se empeñan en marcar bien su territorio ideológico, ¡yo diría a simplificarlo!, juegan al conmigo o contra mí, y la gente reacciona con la cabeza y la intuición. ¡Con estos no, y voto al otro!
Ha habido analistas y periodistas que han jugado con la idea de que la gente vota sin cabeza, alocadamente, como la hinchada de un equipo defiende a los suyos en las situaciones más peregrinas. Bueno, no merece mucho comentario esta opinión. Hay gente que no sabe perder y que cree que los demás son menores de edad, si no le dan la razón. Yo los llamo fundamentalistas. Ellos saben y los demás no. Antes se les llamaba de otros modos más duros. Cuidado con estas opiniones de que la gente es “tonta”, “manipulable”, “torpe”, y que vota lo que no le conviene. Cuidado. Si la gente vota como vota, por algo será. Ésta es la cuestión. Y quien esperara otra cosa, que se pregunte, ¿por qué a nosotros, no, o menos de lo esperado? ¿Qué hemos hecho mal nosotros, o peor que otros?
Luego están los teóricos del “buenismo”. Yo ando cerca de ellos. Después de la contienda, volvamos al bien común. Debemos tener conciencia clara de que no se puede confundir el deseo con la realidad. Es decir, pasadas las elecciones generales, se supone que los profesionales de la política habrán aprendido algo en orden a no crispar tanto la convivencia, a no forzar peligrosamente las diferencias ideológicas, a coincidir en un concepto de bien común más compartido, duradero y rico en dimensiones humanas.
Bien, puede que sí, puede que no. ¿De qué depende? De si todos creemos que el bien común ha de ser definido desde la sociedad civil democrática de los iguales en derechos y deberes; con toda la libertad del mundo para dar razón de la propia visión de las cosas, pero alcanzando pactos sociales y legales avalados por extensas mayorías de ciudadanos, a sabiendas, de que los derechos humanos de las minorías, que no los abusos o antojos, siguen siendo derechos absolutamente respetables y de obligada protección pública; a sabiendas de que nadie tiene ventaja ni desventaja en el conocimiento del orden natural de las cosas; y a sabiendas, de que en una convivencia así, se pueden dar casos, bien justificados y reglados, de legítima objeción de conciencia.
Pero, para ese concepto de bien común, se necesita reconocer, nos sólo conocer, sino reconocer, que todos somos la sociedad civil de los iguales en derechos y deberes, en los argumentos y en los votos. Creo que es posible lograrlo si izquierdas y derechas, nacionalistas de uno y otro signo, creyentes o no, son (somos) capaces de someter sus convicciones más queridas al régimen de convivencia democrática entre personas e ideas tan plurales. Y éste no es otro que el de la libertad más plena en el debate social pero, de inmediato, el de los procedimientos democráticos para plasmar la regla común democrática; hasta una nueva mayoría, desde luego; pero regla común respetada.
Porque de fondo, merece que volvamos mil veces sobre la tesis de que la democracia no es el sistema político que termina con todos los conflictos y contradicciones sociales, sino el que permite la expresión libre y reglada de todos ellos, y los pone siempre en un punto de equilibrio que evita la violencia en cualquier caso, civiliza los conflictos todavía insuperables, y ordena con armonía los que ya tienen salida compartida. Por eso, quienes creen que la democracia es aceptable después de obedecer a “la naturaleza de las cosas”, y se reservan para ellos mismos el decir qué significa esto, se equivocan. Y no en que deseen para la democracia una orden natural, y lo recuerden, sino en que piensen que ellos ya lo conocen y los demás podrían verlo del mismo modo con un poco de buena voluntad. Éste es el exceso ideológico y político que los puede sacar de la democracia.