La gratuidad cristiana, ¿vale también en cuanto a la vida pública?
La gratuidad de Dios y la nuestra. Tan cerca y tan lejos
Pensar y hablar de “la gratuidad” en las relaciones humanas, y hacerlo en el contexto social y cultural de una “globalización” decididamente “economicista”, ha de resultar para muchos un acto de ingenuidad. Algunos dirían que es un juego o una provocación, algo que, “visto como están las cosas”, tiene más que ver con la estética que con la ética
En los últimos tiempos la reflexión cristiana en general, es decir, la teología, la espiritualidad y el testimonio, está insistiendo en “la gratuidad” como una de sus señas de identidad. La cristología nos ha enseñado mucho acerca de esta actitud en la acción salvífica de Dios y en su identidad más radical. Jesús, el Cristo de Dios, se nos ha revelado con una conciencia de filiación confiada “hasta el extremo” en la bondad gratuita de Dios, el Padre de la misericordia siempre ofrecida al hijo pródigo que vuelve dando tumbos por la vida. La moral y la espiritualidad del mérito, la que anhela conseguir el perdón de Dios y su favor en “necesaria” equivalencia con el esfuerzo humano, está profundamente cuestionada en la conciencia cristiana más madura.
No diré que no podamos exagerar, también otros, al proyectar sobre el Padre nuestras expectativas creyentes e imaginarnos un Dios a la medida de nuestra cultura. Ninguna época ha podido escapar al algún exceso o desenfoque. Agudizar nuestro sentido crítico y autocrítico ha de ser una tarea moral imprescindible en la fe. Pero la grandeza con que se impone la gratuidad de Dios, y de su Hijo, por el Espíritu, en las relaciones y reacciones mejor narradas en las parábolas, el privilegio que los últimos, los pequeños, sencillos y los pecadores, adquieren en la llamada y realización del Banquete del Reino, es tan incuestionable, que hoy nadie puede dudar sensatamente de que, en la gratuidad, estamos ante una de las llaves que pueden abrirnos el corazón de Dios y el libro de su Salvación. Para ello, hemos tenido que dar un vuelco a nuestra conciencia religiosa y moral en los siguientes términos: no es que obremos bien para merecer el perdón y la ayuda de Dios, sino que obramos bien porque Dios es bueno, porque habiendo conocido todo lo que Dios nos quiere sin mérito por nuestra parte, incondicionalmente, dejamos que esta experiencia nos ocupe y se desborde en compromiso regalado para otros. “Dad gratis, lo que gratis habéis recibido”, les pide Jesús a sus discípulos.
Por eso es claro que la experiencia cristiana más profunda es la experiencia mística de quien se sabe, a pies juntillas, amado o amada por Dios, y esto gratuitamente. Experiencia que puede tenerse de mil maneras, pero siempre desde muy abajo y muy adentro de la realidad. Experiencia que, a menudo, ha de faltarnos y cual noche oscura del alma, no ha de significar el final de la fe, sino una forma más de nuestras pobrezas. Eso sí, cuando su falta deriva en indiferencia hacia lo gratuito y débil, o en ortodoxia acartonada y legalista que nos hace más papistas que el Papa, ¡vigilando por aquí y por allá a quién hay que acusar de heterodoxia!, o en orgullo que reclama reconocimiento social y eclesial por unos logros evangelizadores notables, entonces es claro que estamos escapando a la lógica “gratuita” de Dios, para entrar en la lógica de la “equivalencia”: te doy para que me des; te doy porque te debo; te devuelvo lo que me diste, te doy porque espero réditos, te doy pero me debes; de doy pero te controlo. Las personalidades proselitistas y dominantes obedecen a esta lógica; al cabo la lógica del poder y cualquier otra les parece un sueño, un engaño o una necedad.
Hay que tener cuidado, desde luego, con “la gratuidad” y su identidad sicológica más profunda. Alguien lo ha expresado como los “autoengaños de la virtud”. Creo que debemos librarnos de la pretensión inmodesta y poco realista de una gratuidad humana absoluta. Aquella broma de Fernando Savater sobre que “el único desprendimiento humano, totalmente desinteresado, es el de retina”, no debería ser tomada como palabra del cínico. No, por el contrario, expresa que la gratuidad siempre está tentada de intereses varios, y cualquiera de nosotros sabe que en la donación, el ser humano, siempre, siempre, se queda “con carne en las uñas”, es decir, saca algo para sí: fortalece su ego, desarrolla un cierto poder sobre los otros, acalla algunos gritos de su conciencia y llena ciertos huecos de su alma, etc. Pero esto hay que aceptarlo y, simplemente, ser muy honesto con uno mismo, permitir que otros muy queridos nos ayuden a verlo, y saber disculparnos en caso de confusión. Es normal. El mundo de los cristianos y gentes por el estilo debe vigilar estas claves de perversión de lo mejor en lo peor, y hacerlo sin obsesión y con libertad.
Por nuestra parte, y además, debemos reflexionar en serio sobre si los seguidores de Jesús tenemos dificultades para llevar la gratuidad hasta la plaza pública. La gratuidad en la vida cotidiana, ¡vaya!, pero en la vida pública tengo para mí que no lo vemos ni medio claro. Si no, ¿cómo comprender muchas de las reacciones eclesiales e institucionales, y también personales, en caso de conflictos políticos, legislativos y hasta económicos? Se me dirá que están en juego valores morales irrenunciables y obligaciones ineludibles para la Iglesia, pero la cosa no es tan clara. Ni el modo, ni la argumentación, ni las distinciones, ni el objeto son inequívocamente hijos de “la gratuidad”, sino de otros factores añadidos; por el ejemplo, del peso social que se nos supone, del derecho en su expresión más legalista, de la lucha por posiciones de poder social, o por los bienes económicos directamente. Así que la gratuidad como valor moral, espiritual y teológico tiene mucho trecho que recorrer, tanto en la vida personal, como en la vida social de los cristianos. ¡Claro que otros hacen lo mismo, pero ahí está la cuestión de la moral evangélica! Con todo, la senda de su secreto ya está descubierta, se trata ahora de trabajar por tenerla más y más desbrozada, según la vida de Jesús y su Palabra. Hijos de la gracia somos en nuestro crecimiento hacia el Bien, e hijos de la gracia somos en nuestra humildad para reconocer nuestros límites.
Pensar y hablar de “la gratuidad” en las relaciones humanas, y hacerlo en el contexto social y cultural de una “globalización” decididamente “economicista”, ha de resultar para muchos un acto de ingenuidad. Algunos dirían que es un juego o una provocación, algo que, “visto como están las cosas”, tiene más que ver con la estética que con la ética
En los últimos tiempos la reflexión cristiana en general, es decir, la teología, la espiritualidad y el testimonio, está insistiendo en “la gratuidad” como una de sus señas de identidad. La cristología nos ha enseñado mucho acerca de esta actitud en la acción salvífica de Dios y en su identidad más radical. Jesús, el Cristo de Dios, se nos ha revelado con una conciencia de filiación confiada “hasta el extremo” en la bondad gratuita de Dios, el Padre de la misericordia siempre ofrecida al hijo pródigo que vuelve dando tumbos por la vida. La moral y la espiritualidad del mérito, la que anhela conseguir el perdón de Dios y su favor en “necesaria” equivalencia con el esfuerzo humano, está profundamente cuestionada en la conciencia cristiana más madura.
No diré que no podamos exagerar, también otros, al proyectar sobre el Padre nuestras expectativas creyentes e imaginarnos un Dios a la medida de nuestra cultura. Ninguna época ha podido escapar al algún exceso o desenfoque. Agudizar nuestro sentido crítico y autocrítico ha de ser una tarea moral imprescindible en la fe. Pero la grandeza con que se impone la gratuidad de Dios, y de su Hijo, por el Espíritu, en las relaciones y reacciones mejor narradas en las parábolas, el privilegio que los últimos, los pequeños, sencillos y los pecadores, adquieren en la llamada y realización del Banquete del Reino, es tan incuestionable, que hoy nadie puede dudar sensatamente de que, en la gratuidad, estamos ante una de las llaves que pueden abrirnos el corazón de Dios y el libro de su Salvación. Para ello, hemos tenido que dar un vuelco a nuestra conciencia religiosa y moral en los siguientes términos: no es que obremos bien para merecer el perdón y la ayuda de Dios, sino que obramos bien porque Dios es bueno, porque habiendo conocido todo lo que Dios nos quiere sin mérito por nuestra parte, incondicionalmente, dejamos que esta experiencia nos ocupe y se desborde en compromiso regalado para otros. “Dad gratis, lo que gratis habéis recibido”, les pide Jesús a sus discípulos.
Por eso es claro que la experiencia cristiana más profunda es la experiencia mística de quien se sabe, a pies juntillas, amado o amada por Dios, y esto gratuitamente. Experiencia que puede tenerse de mil maneras, pero siempre desde muy abajo y muy adentro de la realidad. Experiencia que, a menudo, ha de faltarnos y cual noche oscura del alma, no ha de significar el final de la fe, sino una forma más de nuestras pobrezas. Eso sí, cuando su falta deriva en indiferencia hacia lo gratuito y débil, o en ortodoxia acartonada y legalista que nos hace más papistas que el Papa, ¡vigilando por aquí y por allá a quién hay que acusar de heterodoxia!, o en orgullo que reclama reconocimiento social y eclesial por unos logros evangelizadores notables, entonces es claro que estamos escapando a la lógica “gratuita” de Dios, para entrar en la lógica de la “equivalencia”: te doy para que me des; te doy porque te debo; te devuelvo lo que me diste, te doy porque espero réditos, te doy pero me debes; de doy pero te controlo. Las personalidades proselitistas y dominantes obedecen a esta lógica; al cabo la lógica del poder y cualquier otra les parece un sueño, un engaño o una necedad.
Hay que tener cuidado, desde luego, con “la gratuidad” y su identidad sicológica más profunda. Alguien lo ha expresado como los “autoengaños de la virtud”. Creo que debemos librarnos de la pretensión inmodesta y poco realista de una gratuidad humana absoluta. Aquella broma de Fernando Savater sobre que “el único desprendimiento humano, totalmente desinteresado, es el de retina”, no debería ser tomada como palabra del cínico. No, por el contrario, expresa que la gratuidad siempre está tentada de intereses varios, y cualquiera de nosotros sabe que en la donación, el ser humano, siempre, siempre, se queda “con carne en las uñas”, es decir, saca algo para sí: fortalece su ego, desarrolla un cierto poder sobre los otros, acalla algunos gritos de su conciencia y llena ciertos huecos de su alma, etc. Pero esto hay que aceptarlo y, simplemente, ser muy honesto con uno mismo, permitir que otros muy queridos nos ayuden a verlo, y saber disculparnos en caso de confusión. Es normal. El mundo de los cristianos y gentes por el estilo debe vigilar estas claves de perversión de lo mejor en lo peor, y hacerlo sin obsesión y con libertad.
Por nuestra parte, y además, debemos reflexionar en serio sobre si los seguidores de Jesús tenemos dificultades para llevar la gratuidad hasta la plaza pública. La gratuidad en la vida cotidiana, ¡vaya!, pero en la vida pública tengo para mí que no lo vemos ni medio claro. Si no, ¿cómo comprender muchas de las reacciones eclesiales e institucionales, y también personales, en caso de conflictos políticos, legislativos y hasta económicos? Se me dirá que están en juego valores morales irrenunciables y obligaciones ineludibles para la Iglesia, pero la cosa no es tan clara. Ni el modo, ni la argumentación, ni las distinciones, ni el objeto son inequívocamente hijos de “la gratuidad”, sino de otros factores añadidos; por el ejemplo, del peso social que se nos supone, del derecho en su expresión más legalista, de la lucha por posiciones de poder social, o por los bienes económicos directamente. Así que la gratuidad como valor moral, espiritual y teológico tiene mucho trecho que recorrer, tanto en la vida personal, como en la vida social de los cristianos. ¡Claro que otros hacen lo mismo, pero ahí está la cuestión de la moral evangélica! Con todo, la senda de su secreto ya está descubierta, se trata ahora de trabajar por tenerla más y más desbrozada, según la vida de Jesús y su Palabra. Hijos de la gracia somos en nuestro crecimiento hacia el Bien, e hijos de la gracia somos en nuestra humildad para reconocer nuestros límites.