Menos "moral" y más "evangelización"
La mayoría de los autores cristianos que se plantean el futuro del cristianismo en nuestras sociedades, hablo desde Europa, aceptan que la cuestión de la laicidad del Estado Democrático, tiene por delante la cuestión de la secularidad del mundo. Una y otra han dado lugar a los términos laicismo y secularismo que, entre nosotros, los católicos, tienen el significado de dos procesos legítimos que han degenerado desde lo legítimo a lo desmesurado y erróneo. Por tanto, éste es el primer asunto a debatir: Si hemos reflexionado en profundidad sobre cuál es el proceso de secularización del mundo, y lo aceptamos como realidad legítima, igual que lo pueden hacer otros pensadores y ciudadanos. Ésta es una gran cuestión.
Pensamos así en la autonomía del “saeculum”, en su mayoría de edad científica, política y moral, y debatimos sobre qué es en él lo irrenunciable y qué es, a nuestro juicio, un exceso y por qué. Hablamos del mundo o el siglo como organización social y política, como saberes científicos y hasta como moral civil. El mundo reclama legítimamente dejar de ser realidad dependiente, subordinada, minorizada, sometida a tutelas heterónomas, particularmente por parte de las religiones. Ésta es la cuestión primera. Si hablamos desde la Iglesia, ¿cómo hemos asumido esta mayoría de edad del mundo, en cuanto a los saberes de la realidad, su organización política y su moral compartida?
En otros términos, la primera pregunta sobre la laicidad y el laicismo tiene que ver con si hemos aceptado o no, y en qué sentido, esa condición secular del mundo y ese proceso de secularización. No que no lo critiquemos en nada y nunca, sino si lo reconocemos legítimo, con consistencia propia, algo debido a la naturaleza autónoma de esa realidad querida por Dios, el mundo. Porque si la secularidad del mundo como autonomía y mayoría de edad no la reconocemos en ningún caso, o sólo tras la bendición de una Iglesia cristiana que conserve el molde de “lo naturalmente verdadero y bueno”, tenemos un problema de “modernización” de nuestra mente, con todas sus consecuencias antidemocráticas en nuestras relaciones públicas y con dificultades insalvables para dar con alguna verdad humana; dicho de otro modo, añoramos un modelo social de neocristiandad, que no es legítimo por injusto con la libertad de otros seres humanos.
En la “teología de las realidades temporales”, la que se sustancia en el Vaticano II, en la GS y en la LG, el respeto de la secularidad del mundo es ineludible para participar hoy de una fe eclesial y cristiana. Por eso es importantísimo volver sobre esta clave de nuestra fe y repensar si es aquí, o no, dónde se frustra ¡antes de intentarlo! la posibilidad de una concepción laica de la comunidad política. Si el mundo es una realidad dependiente y subordinada a las Iglesias y su fe, no podemos seguir planteándonos lo de la sociedad laica. De ahí la importancia de este primer paso sobre la secularización del mundo que estamos dispuesto a reconocer y recorrer: qué, cuánto, cómo y por qué sí o no.
Si resolvemos bien este paso, si nuestras críticas de la sociedad moderna son reservas más o menos radicales a sus errores o excesos secularistas, ¡legítimas si están bien planteadas!, entonces podemos seguir reflexionando con gran provecho. Es lógico que haya diferencias de visión al considerar si el “siglo” reclama y/o realiza una autonomía legítima, la que es relativa a la condición moral del ser humano y sus derechos fundamentales, o si se pretende ser absoluta, suelta de toda condición moral que la interrogue, sea ésta una moral laica o un moral religiosa que da cuenta de su significado humano en cuanto tal. Todos estamos emplazados, también los creyentes y sus Iglesias, a que nuestra moral es autonomía es siempre relativa a la dignidad de la persona. Éste es un debate, no me cansaré de repetirlo, lógico y legítimo en una sociedad democrática. Pero ya he dicho que el lenguaje de la fe, en su vertiente moral, tiene que se contado como tal fe, por qué no, ¡es la evangelización explícita!, y también como valor humano irrenunciable conforme a la razón y sensibilidad humanista.
Lógicamente, sabemos distinguir ambos lenguajes, y sabemos el distinto tipo de saber y convicción al que corresponde cada plano de la verdad. Por la fe, creo en la bondad absoluta de algo, Dios y su Palabra, y por la razón compartida me empeño con razones en que lo vean otros y me entiendan, sin despacharme “al mundo de la religión”. Sé que en este camino tengo que convencer, perseverar, escuchar y, si no puedo acordar, tengo que ser ejemplar y mantener mis razones, pero “respetando” a los otros, y, salvo excepciones extremas, cumpliendo la ley común, que es otra cosa que tolerando a los distintos.
En consecuencia, sólo si acogemos bien el proceso de secularización del mundo, podemos enfrentarnos con garantía al proceso de laicidad de la organización política de una sociedad democrática. Y aquí también quería detenerme un momento. No he dicho vida pública democrática, sino organización política democrática. ¿Por qué? Porque participo de la tesis de Adela Cortina de que laico es el Estado, o, en mis palabras, la organización política de la sociedad; no la sociedad en cuanto tal. No toda la vida pública es laica, sino la propiamente política. Hay una vida pública en sentido amplio, o vida pública social, la inmensa red de organizaciones, iniciativas, actividades y relaciones que constituyen la sociedad civil democrática que no es necesariamente laica, sino plural en ideologías, morales, religiones y concepciones de la vida. La Iglesia, las Iglesias y religiones, están ahí, en esa sociedad civil plural y democrática, y postulan su visión de las cosas, compitiendo con todos los demás, dando razones religiosas y laicas de sus propuestas. En cuanto, laicas, las entenderá todo el mundo y las compartirá o no; democráticamente ya se verá su eco final; por supuesto, si sus propuestas son minoritarias, pueden seguir siendo defendidas, pero la ley democrática, en principio, hay que cumplirla; en cuanto religiosas, razones religiosas, se puede y se deben dar; es el anuncio de la fe; pero a sabiendas de que pertenecen a otro plano de conocimiento y verdad, el de la revelación, y de ellas reclamamos otra pretensión que el del respeto político, reclamamos conversión religiosa y una razón que no las niegue de antemano.
No voy a desarrollar aquí lo que se discute en la doctrina política contemporánea sobre si toda la vida pública tiene que ser laica para ser democrática, el caso francés, asumido por los más laicistas del laicismo español, o si la vida pública social, incluida la escuela, puede acoger la enseñanza religiosa confesional, y, sobre todo, como creo, la enseñanza religiosa no confesional, como “cultura del hecho religioso, y sus realizaciones históricas más destacadas entre nosotros”, sin dejar por ello de ser Estado laico, en el sentido asumido por el laicismo español y, en general, europeo, más crítico con el modelo francés. De fondo está el debate de que la laicidad no puede lograr su objetivo de facilitar la convivencia de concepciones de la vida plurales, al precio de privatizarlas todas, especialmente las religiosas, y constituirse a sí misma en ideología estatal alternativa. Hay debate sobre la libertad de conciencia en la vida pública. (Remito en este sentido a los últimos trabajos del profesor, Rafael DÍAZ-SALAZAR, cuyos planteamientos del problema me satisfacen fundamentalmente).
Si dejo de lado ese debate recién dicho, y que ya he perfilado en este blog otras veces, hoy quiero referirme, finalmente, a cómo en una sociedad democrática, y laica en su organización pública, hay que recuperar el lugar legítimo de la evangelización en la vida social. No quiero entrar en la amplitud del concepto evangelización, sino referirme a cómo en una sociedad secular y “laica”, es perfectamente legítimo y necesario el anuncio explícito de la fe en la plaza pública. A mi juicio, una carencia fundamental de nuestros días está siendo que casi todos los creyentes, y ¡los Obispos quizá más!, hablamos más de moral sexual, personal y hasta social que de cualquier otra “cosa”, de manera que la sociedad civil ha llegado a identificar cristianismo, fe cristiana, moral sexual y sus derivados. Me parece fundamental salir de este círculo vicioso. “Dad razón de la esperanza que os anima… a tiempo y a destiempo”, se ha convertido en una evangelización explícitamente tal, ¡dentro de las Iglesias, para creyentes!, y una propuesta moral, casi una ¡patética moral, en el sentido de palabra quejumbrosa!, de las puertas de la Iglesia para afuera. Sin duda, hoy la urgencia es reconvertir esta relación de empeños, reconociendo la secularidad del mundo que he explicado, y respetando la laicidad política de que hablado. En concreto, en la sociedad secular y políticamente “laica”, se tiene todo el derecho del mundo a anunciar a Jesucristo, a contar su Evangelio y a acompañarlo de todas las iniciativas de caridad personal y social que nos imaginemos. Si se respeta en el lenguaje, en las actitudes y en las prácticas esa secularidad (mayoría de edad y autonomía moral relativa a la dignidad el ser humano, ¡igual que la moral religiosa!) y esa laicidad (la igualdad radical del pueblo de los iguales en derechos y deberes), es decir, si damos cuenta de la fe con el lenguaje de la fe, reconociendo cuándo estamos hablando desde ella y en ella, y cuándo no, y “competimos” con los demás; si hacemos las propuestas del credo cristiano, apelando a nuestras experiencias, motivaciones y tradiciones, en el plano en que ellas se sitúan, y no otro; si apelamos a la moral de la fe, dando cuenta de su doble camino de verdad, el de la razón compartida, y el de la fe revelada, y sabemos ser humildes para no identificarlos, ¡y apropiarnos de ambos!; si nos acercamos a la vida social y política con palabras del Evangelio sobre sus valores y preferencias con los pequeños y pobres, con los sencillos y sin poder, y mostramos nuestra voluntad de corregir un pasado y un presente eclesial que tiene defectos graves y virtudes notables; si proclamamos nuestra voluntad de que la fe impregne la vida social con sus valores más humanos, sabiendo que hemos de plasmarlos legalmente con otros; si proclamamos la convicción cristiana sobre quién es el Dios de Jesucristo y quién fue y, para nosotros, es el Jesucristo de Dios; si mostramos cuál es el significado de la oración sin particularismos “seudopolíticos”…estaremos aportando a la sociedad secular y “laica”, la única que existe, ¡pues todos somos primero laicos y luego creyentes o no!, lo que nos corresponde y dignifica.
Que para esto hay que organizar mediciones evangelizadoras, de acuerdo, pero ¡qué hayan integrado esa secularidad y laicidad!, y que dando cuenta de su fe, no la traduzcan como sucede hoy, casi siempre y en exclusiva, en moral rigorista, añoranza de neocristiandad cultural y neoconfesionalismo político encubierto. Y eso sin contar connivencias políticas con la extrema derecha y sostenimiento de medios de comunicación, ¡mejor, de comunicadores!, cuya aportación evangelizadora es totalmente destructiva. Nunca mejor dicho, lo que algunos siembran por el día, por “la mañana”, otros lo encizañan. Así no.
Siento haberme alargado. Varias cosas deberán precisarse. Pero lo que quería defender contra viento y marea es que la evangelización explícita, en una sociedad secular y “laica”, es perfectamente legítima; y que sus mayores dificultades, o no todas, no están fuera, en los excesos de esa sociedad, que los reconozco y los critico, sino también y primero, en el desenfoque que a la fe cristiana y a la Iglesia le brindan los que viven la fe, o la utilizan, ¡hay de todo!, para adelantar en sus objetivos socio-políticos, y, otros, con una conciencia mucho más honesta, pero a mi juicio, equivocada, a evitarse el miedo de vivir y proclamar la fe a la intemperie, a la medida de los seres humanos que no dejamos de serlo nunca, ni siquiera en la Iglesia. Si alguien puede empujar esta reflexión, ahí queda.
Pensamos así en la autonomía del “saeculum”, en su mayoría de edad científica, política y moral, y debatimos sobre qué es en él lo irrenunciable y qué es, a nuestro juicio, un exceso y por qué. Hablamos del mundo o el siglo como organización social y política, como saberes científicos y hasta como moral civil. El mundo reclama legítimamente dejar de ser realidad dependiente, subordinada, minorizada, sometida a tutelas heterónomas, particularmente por parte de las religiones. Ésta es la cuestión primera. Si hablamos desde la Iglesia, ¿cómo hemos asumido esta mayoría de edad del mundo, en cuanto a los saberes de la realidad, su organización política y su moral compartida?
En otros términos, la primera pregunta sobre la laicidad y el laicismo tiene que ver con si hemos aceptado o no, y en qué sentido, esa condición secular del mundo y ese proceso de secularización. No que no lo critiquemos en nada y nunca, sino si lo reconocemos legítimo, con consistencia propia, algo debido a la naturaleza autónoma de esa realidad querida por Dios, el mundo. Porque si la secularidad del mundo como autonomía y mayoría de edad no la reconocemos en ningún caso, o sólo tras la bendición de una Iglesia cristiana que conserve el molde de “lo naturalmente verdadero y bueno”, tenemos un problema de “modernización” de nuestra mente, con todas sus consecuencias antidemocráticas en nuestras relaciones públicas y con dificultades insalvables para dar con alguna verdad humana; dicho de otro modo, añoramos un modelo social de neocristiandad, que no es legítimo por injusto con la libertad de otros seres humanos.
En la “teología de las realidades temporales”, la que se sustancia en el Vaticano II, en la GS y en la LG, el respeto de la secularidad del mundo es ineludible para participar hoy de una fe eclesial y cristiana. Por eso es importantísimo volver sobre esta clave de nuestra fe y repensar si es aquí, o no, dónde se frustra ¡antes de intentarlo! la posibilidad de una concepción laica de la comunidad política. Si el mundo es una realidad dependiente y subordinada a las Iglesias y su fe, no podemos seguir planteándonos lo de la sociedad laica. De ahí la importancia de este primer paso sobre la secularización del mundo que estamos dispuesto a reconocer y recorrer: qué, cuánto, cómo y por qué sí o no.
Si resolvemos bien este paso, si nuestras críticas de la sociedad moderna son reservas más o menos radicales a sus errores o excesos secularistas, ¡legítimas si están bien planteadas!, entonces podemos seguir reflexionando con gran provecho. Es lógico que haya diferencias de visión al considerar si el “siglo” reclama y/o realiza una autonomía legítima, la que es relativa a la condición moral del ser humano y sus derechos fundamentales, o si se pretende ser absoluta, suelta de toda condición moral que la interrogue, sea ésta una moral laica o un moral religiosa que da cuenta de su significado humano en cuanto tal. Todos estamos emplazados, también los creyentes y sus Iglesias, a que nuestra moral es autonomía es siempre relativa a la dignidad de la persona. Éste es un debate, no me cansaré de repetirlo, lógico y legítimo en una sociedad democrática. Pero ya he dicho que el lenguaje de la fe, en su vertiente moral, tiene que se contado como tal fe, por qué no, ¡es la evangelización explícita!, y también como valor humano irrenunciable conforme a la razón y sensibilidad humanista.
Lógicamente, sabemos distinguir ambos lenguajes, y sabemos el distinto tipo de saber y convicción al que corresponde cada plano de la verdad. Por la fe, creo en la bondad absoluta de algo, Dios y su Palabra, y por la razón compartida me empeño con razones en que lo vean otros y me entiendan, sin despacharme “al mundo de la religión”. Sé que en este camino tengo que convencer, perseverar, escuchar y, si no puedo acordar, tengo que ser ejemplar y mantener mis razones, pero “respetando” a los otros, y, salvo excepciones extremas, cumpliendo la ley común, que es otra cosa que tolerando a los distintos.
En consecuencia, sólo si acogemos bien el proceso de secularización del mundo, podemos enfrentarnos con garantía al proceso de laicidad de la organización política de una sociedad democrática. Y aquí también quería detenerme un momento. No he dicho vida pública democrática, sino organización política democrática. ¿Por qué? Porque participo de la tesis de Adela Cortina de que laico es el Estado, o, en mis palabras, la organización política de la sociedad; no la sociedad en cuanto tal. No toda la vida pública es laica, sino la propiamente política. Hay una vida pública en sentido amplio, o vida pública social, la inmensa red de organizaciones, iniciativas, actividades y relaciones que constituyen la sociedad civil democrática que no es necesariamente laica, sino plural en ideologías, morales, religiones y concepciones de la vida. La Iglesia, las Iglesias y religiones, están ahí, en esa sociedad civil plural y democrática, y postulan su visión de las cosas, compitiendo con todos los demás, dando razones religiosas y laicas de sus propuestas. En cuanto, laicas, las entenderá todo el mundo y las compartirá o no; democráticamente ya se verá su eco final; por supuesto, si sus propuestas son minoritarias, pueden seguir siendo defendidas, pero la ley democrática, en principio, hay que cumplirla; en cuanto religiosas, razones religiosas, se puede y se deben dar; es el anuncio de la fe; pero a sabiendas de que pertenecen a otro plano de conocimiento y verdad, el de la revelación, y de ellas reclamamos otra pretensión que el del respeto político, reclamamos conversión religiosa y una razón que no las niegue de antemano.
No voy a desarrollar aquí lo que se discute en la doctrina política contemporánea sobre si toda la vida pública tiene que ser laica para ser democrática, el caso francés, asumido por los más laicistas del laicismo español, o si la vida pública social, incluida la escuela, puede acoger la enseñanza religiosa confesional, y, sobre todo, como creo, la enseñanza religiosa no confesional, como “cultura del hecho religioso, y sus realizaciones históricas más destacadas entre nosotros”, sin dejar por ello de ser Estado laico, en el sentido asumido por el laicismo español y, en general, europeo, más crítico con el modelo francés. De fondo está el debate de que la laicidad no puede lograr su objetivo de facilitar la convivencia de concepciones de la vida plurales, al precio de privatizarlas todas, especialmente las religiosas, y constituirse a sí misma en ideología estatal alternativa. Hay debate sobre la libertad de conciencia en la vida pública. (Remito en este sentido a los últimos trabajos del profesor, Rafael DÍAZ-SALAZAR, cuyos planteamientos del problema me satisfacen fundamentalmente).
Si dejo de lado ese debate recién dicho, y que ya he perfilado en este blog otras veces, hoy quiero referirme, finalmente, a cómo en una sociedad democrática, y laica en su organización pública, hay que recuperar el lugar legítimo de la evangelización en la vida social. No quiero entrar en la amplitud del concepto evangelización, sino referirme a cómo en una sociedad secular y “laica”, es perfectamente legítimo y necesario el anuncio explícito de la fe en la plaza pública. A mi juicio, una carencia fundamental de nuestros días está siendo que casi todos los creyentes, y ¡los Obispos quizá más!, hablamos más de moral sexual, personal y hasta social que de cualquier otra “cosa”, de manera que la sociedad civil ha llegado a identificar cristianismo, fe cristiana, moral sexual y sus derivados. Me parece fundamental salir de este círculo vicioso. “Dad razón de la esperanza que os anima… a tiempo y a destiempo”, se ha convertido en una evangelización explícitamente tal, ¡dentro de las Iglesias, para creyentes!, y una propuesta moral, casi una ¡patética moral, en el sentido de palabra quejumbrosa!, de las puertas de la Iglesia para afuera. Sin duda, hoy la urgencia es reconvertir esta relación de empeños, reconociendo la secularidad del mundo que he explicado, y respetando la laicidad política de que hablado. En concreto, en la sociedad secular y políticamente “laica”, se tiene todo el derecho del mundo a anunciar a Jesucristo, a contar su Evangelio y a acompañarlo de todas las iniciativas de caridad personal y social que nos imaginemos. Si se respeta en el lenguaje, en las actitudes y en las prácticas esa secularidad (mayoría de edad y autonomía moral relativa a la dignidad el ser humano, ¡igual que la moral religiosa!) y esa laicidad (la igualdad radical del pueblo de los iguales en derechos y deberes), es decir, si damos cuenta de la fe con el lenguaje de la fe, reconociendo cuándo estamos hablando desde ella y en ella, y cuándo no, y “competimos” con los demás; si hacemos las propuestas del credo cristiano, apelando a nuestras experiencias, motivaciones y tradiciones, en el plano en que ellas se sitúan, y no otro; si apelamos a la moral de la fe, dando cuenta de su doble camino de verdad, el de la razón compartida, y el de la fe revelada, y sabemos ser humildes para no identificarlos, ¡y apropiarnos de ambos!; si nos acercamos a la vida social y política con palabras del Evangelio sobre sus valores y preferencias con los pequeños y pobres, con los sencillos y sin poder, y mostramos nuestra voluntad de corregir un pasado y un presente eclesial que tiene defectos graves y virtudes notables; si proclamamos nuestra voluntad de que la fe impregne la vida social con sus valores más humanos, sabiendo que hemos de plasmarlos legalmente con otros; si proclamamos la convicción cristiana sobre quién es el Dios de Jesucristo y quién fue y, para nosotros, es el Jesucristo de Dios; si mostramos cuál es el significado de la oración sin particularismos “seudopolíticos”…estaremos aportando a la sociedad secular y “laica”, la única que existe, ¡pues todos somos primero laicos y luego creyentes o no!, lo que nos corresponde y dignifica.
Que para esto hay que organizar mediciones evangelizadoras, de acuerdo, pero ¡qué hayan integrado esa secularidad y laicidad!, y que dando cuenta de su fe, no la traduzcan como sucede hoy, casi siempre y en exclusiva, en moral rigorista, añoranza de neocristiandad cultural y neoconfesionalismo político encubierto. Y eso sin contar connivencias políticas con la extrema derecha y sostenimiento de medios de comunicación, ¡mejor, de comunicadores!, cuya aportación evangelizadora es totalmente destructiva. Nunca mejor dicho, lo que algunos siembran por el día, por “la mañana”, otros lo encizañan. Así no.
Siento haberme alargado. Varias cosas deberán precisarse. Pero lo que quería defender contra viento y marea es que la evangelización explícita, en una sociedad secular y “laica”, es perfectamente legítima; y que sus mayores dificultades, o no todas, no están fuera, en los excesos de esa sociedad, que los reconozco y los critico, sino también y primero, en el desenfoque que a la fe cristiana y a la Iglesia le brindan los que viven la fe, o la utilizan, ¡hay de todo!, para adelantar en sus objetivos socio-políticos, y, otros, con una conciencia mucho más honesta, pero a mi juicio, equivocada, a evitarse el miedo de vivir y proclamar la fe a la intemperie, a la medida de los seres humanos que no dejamos de serlo nunca, ni siquiera en la Iglesia. Si alguien puede empujar esta reflexión, ahí queda.