El secuestro idealista de la Navidad
Me incomoda escribir sobre la Navidad y repetirme. No sé por qué nos repetimos invariablemente cada vez que escribimos sobre algo. Nosotros pensamos que no, que somos imprevisibles y creativos a cada paso, pero nos engañamos. El hombre es un animal de costumbres y pensando, también. De vez en cuando nos toca en suerte una idea nueva o, tal vez, algo que otros sienten nuevo en su experiencia de la vida. ¿Será que siempre son los otros los que hacen nueva alguna intuición nuestra?
Ya está, ya he llegado a donde quería: son los otros, la experiencia junto a los otros, la que imprime su tonalidad característica a nuestras palabras. Y los otros son todos los seres humanos con quienes convivimos, aquéllos de quienes sabemos cómo viven, sienten y creen. Soy previsible, ya estoy llegando a lo mío, mis manías hermenéuticas: los otros por excelencia son quienes son más débiles que yo, más pobres, más sencillos, con menos suerte en la vida, olvidados a veces, marginados y excluidos, inexistentes casi. Y lo son sin culpa propia, tantas veces; hijos de una historia familiar sin norte ni fundamento, infame a veces, arrastrada entre trabajos, carencias y soledades. Y lo son otras veces con culpa propia; hijos de una historia personal que ha desperdiciado sus oportunidades, más bien pocas que muchas, pero oportunidades al cabo; gente que no sabe ya cómo salir de la exclusión; ni siquiera sabe si quiere; y desde luego, ni puede. Ahora ya depende casi por completo de los demás. También tiene derecho. Son personas y ya han pagado su error. “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti… Levántate y entra en casa. Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”.
Y son “pobres hombres”, todos ellos, nosotros y ellos, y más allá de la responsabilidad personal, somos “pobres hombres” condicionados por unas relaciones y estructuras que nos facilitan algunos logros sociales y nos dificultan extraordinariamente otros fines más humanos para todos. El instinto moral nos ha podido llevar a leer mis palabras hasta aquí por la senda de “somos personas” e “hijos de Dios”, criaturas únicas en la creación, todos juntos y cada uno, “llamados a participar finalmente de la propia vida divina”, felices o infelices más allá de lo que tenemos, más bien por lo que somos, por lo que sabemos que somos en el fondo de nuestra alma. ¿Cómo nos suena esto, verdad? No seré yo quien diga que es falso. Pero, por sí sólo, sin abrirlo a la realidad de unas relaciones y estructuras sociales, tan necesarias muchas como injustas tantas, y esto en mi país y en el mundo, ¡cómo se pierden esas frases en el terreno de la ideología!
De la ideología como interpretación global de la existencia, falsa y falsificadora de lo que mira y ¡de lo que se permite ver! Nadie está libre de merodear ese territorio, pero sólo si incorporamos el punto de vista de los grupos humanos más olvidados o débiles, en todos los sentidos, sin evitar la debilidad que salta a la vista y se hace pobreza material, tenemos oportunidades éticas y cristianas de acoger la realidad humana desde dentro.
Siento verdadero rubor moral y vital hablando de este modo, por la distancia extrema que habría de reconocer entre mi vida y esas realidades. Es lo malo que tiene dedicarse a la moral social cristiana, -les decía ayer a mis alumnos-, que uno se siente mal consigo mismo en cada afirmación. “Dedicaos, por tanto, a la teología especulativa”. Era una broma, por supuesto. No hay teología especulativa, ajena a la historia en todos sus planos y grupos, y especialmente al de los pobres, las pobrezas y sus causas. Esto es así, por la encarnación como ley suprema de la historia universal de la salvación; por la esperanza de plenitud (todavía no) que aguarda al Reino de Dios que crece (ya sí) donde el Espíritu de Jesucristo se hace en nuestra Iglesia y en nuestra Historia vida para todos, amor, libertad, justicia social y paz.
Siento haber sido previsible y haber traído la Navidad al surco de la misma causa, la de los últimos y olvidados, la de los que sufren desprecio, carencias de lo elemental, y exclusión. No quiero competir sobre si lo he dicho todo y combinando bien las razones personales de las pobrezas, con las sociales, o las interiores y espirituales con las políticas y estructurales. Hay muchas estrategias para escapar ideológicamente de la primacía evangélica de los pobres, y por ende del amor y el dolor de Dios, y la Navidad es un tiempo especialista en conseguirlo. “Ay del chiquirritín…”, “Ande, ande, ande, la marimorena…”, “Adeste fideles…”, “Noche de Dios, noche de paz”…¡Qué bonitos, estos dos, desde luego! Pero las cosas no son, sólo y principalmente, así. Desde luego que la fiesta es la fiesta, y es una necesidad humana, pero, ¡ay!, las cosas no son así. El mundo es un hipermercado, pero ésta es otra cuestión. ¿Otra cuestión?
No espero, voy a terminar el sermón sin complejos, no espero que los cristianos pongamos la Navidad comercial patas arriba; lo deseo, pero no lo espero; sólo aspiro a que la teología de la Natividad, la que se hace pensamiento, caridad, oración y homilía, no destroce el significado encarnado de la Encarnación, que no se desgañite en explicar quién es Dios sin pasar por Jesús de Nazaret, su Cristo y su Hijo. Por eso pienso que a la denuncia del secuestro comercial de la Navidad, hay que sumarle, a menudo, la de su secuestro "teológico" ¡El que tenga oídos para oír, que oiga! ¡Feliz Navidad!
Ya está, ya he llegado a donde quería: son los otros, la experiencia junto a los otros, la que imprime su tonalidad característica a nuestras palabras. Y los otros son todos los seres humanos con quienes convivimos, aquéllos de quienes sabemos cómo viven, sienten y creen. Soy previsible, ya estoy llegando a lo mío, mis manías hermenéuticas: los otros por excelencia son quienes son más débiles que yo, más pobres, más sencillos, con menos suerte en la vida, olvidados a veces, marginados y excluidos, inexistentes casi. Y lo son sin culpa propia, tantas veces; hijos de una historia familiar sin norte ni fundamento, infame a veces, arrastrada entre trabajos, carencias y soledades. Y lo son otras veces con culpa propia; hijos de una historia personal que ha desperdiciado sus oportunidades, más bien pocas que muchas, pero oportunidades al cabo; gente que no sabe ya cómo salir de la exclusión; ni siquiera sabe si quiere; y desde luego, ni puede. Ahora ya depende casi por completo de los demás. También tiene derecho. Son personas y ya han pagado su error. “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti… Levántate y entra en casa. Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”.
Y son “pobres hombres”, todos ellos, nosotros y ellos, y más allá de la responsabilidad personal, somos “pobres hombres” condicionados por unas relaciones y estructuras que nos facilitan algunos logros sociales y nos dificultan extraordinariamente otros fines más humanos para todos. El instinto moral nos ha podido llevar a leer mis palabras hasta aquí por la senda de “somos personas” e “hijos de Dios”, criaturas únicas en la creación, todos juntos y cada uno, “llamados a participar finalmente de la propia vida divina”, felices o infelices más allá de lo que tenemos, más bien por lo que somos, por lo que sabemos que somos en el fondo de nuestra alma. ¿Cómo nos suena esto, verdad? No seré yo quien diga que es falso. Pero, por sí sólo, sin abrirlo a la realidad de unas relaciones y estructuras sociales, tan necesarias muchas como injustas tantas, y esto en mi país y en el mundo, ¡cómo se pierden esas frases en el terreno de la ideología!
De la ideología como interpretación global de la existencia, falsa y falsificadora de lo que mira y ¡de lo que se permite ver! Nadie está libre de merodear ese territorio, pero sólo si incorporamos el punto de vista de los grupos humanos más olvidados o débiles, en todos los sentidos, sin evitar la debilidad que salta a la vista y se hace pobreza material, tenemos oportunidades éticas y cristianas de acoger la realidad humana desde dentro.
Siento verdadero rubor moral y vital hablando de este modo, por la distancia extrema que habría de reconocer entre mi vida y esas realidades. Es lo malo que tiene dedicarse a la moral social cristiana, -les decía ayer a mis alumnos-, que uno se siente mal consigo mismo en cada afirmación. “Dedicaos, por tanto, a la teología especulativa”. Era una broma, por supuesto. No hay teología especulativa, ajena a la historia en todos sus planos y grupos, y especialmente al de los pobres, las pobrezas y sus causas. Esto es así, por la encarnación como ley suprema de la historia universal de la salvación; por la esperanza de plenitud (todavía no) que aguarda al Reino de Dios que crece (ya sí) donde el Espíritu de Jesucristo se hace en nuestra Iglesia y en nuestra Historia vida para todos, amor, libertad, justicia social y paz.
Siento haber sido previsible y haber traído la Navidad al surco de la misma causa, la de los últimos y olvidados, la de los que sufren desprecio, carencias de lo elemental, y exclusión. No quiero competir sobre si lo he dicho todo y combinando bien las razones personales de las pobrezas, con las sociales, o las interiores y espirituales con las políticas y estructurales. Hay muchas estrategias para escapar ideológicamente de la primacía evangélica de los pobres, y por ende del amor y el dolor de Dios, y la Navidad es un tiempo especialista en conseguirlo. “Ay del chiquirritín…”, “Ande, ande, ande, la marimorena…”, “Adeste fideles…”, “Noche de Dios, noche de paz”…¡Qué bonitos, estos dos, desde luego! Pero las cosas no son, sólo y principalmente, así. Desde luego que la fiesta es la fiesta, y es una necesidad humana, pero, ¡ay!, las cosas no son así. El mundo es un hipermercado, pero ésta es otra cuestión. ¿Otra cuestión?
No espero, voy a terminar el sermón sin complejos, no espero que los cristianos pongamos la Navidad comercial patas arriba; lo deseo, pero no lo espero; sólo aspiro a que la teología de la Natividad, la que se hace pensamiento, caridad, oración y homilía, no destroce el significado encarnado de la Encarnación, que no se desgañite en explicar quién es Dios sin pasar por Jesús de Nazaret, su Cristo y su Hijo. Por eso pienso que a la denuncia del secuestro comercial de la Navidad, hay que sumarle, a menudo, la de su secuestro "teológico" ¡El que tenga oídos para oír, que oiga! ¡Feliz Navidad!