En Cristo, ni hombre ni mujer
Los prejuicios que, desgraciadamente, han influido en consideraciones sobre superioridades de unas personas sobre otras también se han dado en el campo religioso. San Pablo parece justificar el orden patriarcal con su teoría sobre “la cabeza”, cuyo resumen es este: “la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre” (1 Cor 11,3), de donde concluye: “las mujeres han de estar sumisas a sus maridos como al Señor” (Ef 5,21-24). Estos textos merecen un análisis más detallado, que ahora no puedo hacer. Solo digo una cosa: situados en su contexto literario e histórico, seguramente son menos lesivos para la mujer de lo que a primera vista parece. Pero lo cierto es que esta doctrina, interpretada sin matices, será usada históricamente para justificar la inferioridad femenina.
Sin embargo, encontramos en el mismo san Pablo, una “bomba de relojería”, que sólo con el tiempo producirá sus efectos, cuando dice: en Cristo “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,26-28). Y en la carta a los Colosenses (3,9-12) añade: “ni circuncisión e incircuncisión, ni bárbaro ni escita”. O sea, en Cristo quedan superadas las diferencias nacionales (ni judío ni griego), sociales (ni esclavo ni libre), sexuales (ni hombre ni mujer), religiosas (ni circunciso e incircunciso), y raciales (ni bárbaro ni escita). Porque para Cristo todos somos iguales, hijas e hijos de Dios, gozando de la misma dignidad. Si diferencias hay, no es porque seamos distintos, sino porque realizamos de forma distinta la misma humanidad. Pero esta distinta realización es signo de la riqueza y belleza del Creador que se refleja en cada una de sus criaturas y en todas en su conjunto.
La fidelidad hoy al Espíritu pasa por el respeto a los derechos de la persona humana en todos sus aspectos y por el respeto a todas las diferencias. Estas diferencias nunca deben entenderse desde paradigmas que conducen a la exclusión, a la discriminación o a la sumisión, sino desde la consideración de la igualdad fundamental de todos los seres humanos, tal como ocurre con las personas de la Trinidad, que siendo tres, son iguales y co-eternas. Del mismo modo, la humanidad es plural, pero esa pluralidad deriva de la fundamental igualdad que, para los cristianos, tiene su razón en haber sido creados a imagen de Dios, y para los no cristianos debe tener su razón en la consideración de la común dignidad, que nos hace ver al otro como “otro yo” y, por tanto, debe ser tratado como me gustaría que me tratasen a mí.