¿Por qué te amo, María?

Celebrar la fiesta de la Asunción no es celebrar la fiesta de una María alejada y elevada, sino la fiesta de una María mortal y sufriendo como yo, que comparte nuestra muerte y muere como Cristo y con Cristo.

Al finalizar el Concilio, Pablo VI pronunció un importante discurso, en el que proclamó a María “madre de la Iglesia, es decir, madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman madre amorosa. Si María es madre de Cristo, y Cristo es cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia, y la Iglesia somos todos y cado uno de los creyentes, entonces resulta muy apropiado llamar a María madre de la Iglesia, o sea, madre de todos los fieles cristianos. Esto tiene consecuencias de cara a la manera de relacionarnos con ella.

Los hijos no sólo se sienten queridos y acompañados por la madre, sino que ella es para los hijos una referencia constante. Los hijos se fijan en lo que hace la madre, y quieren imitarla. Quieren imitarla porque la admiran, pero también porque está cerca de ellos. Las dos cosas son necesarias: si solo nos quedamos con la admiración, María deja de ser una referencia para nuestra vida. Por eso, Pablo VI, insiste en que “María está muy próxima a nosotros”.

María muy próxima a nosotros. A este respecto recuerdo una poesía preciosa de santa Teresa del Niño Jesús titulada: “¿Por qué te amo, María?”. “Yo quisiera cantar, María, por qué te amo; por qué tu nombre es tan dulce que hace estremecer de alegría mi corazón”. Y dice la santa: “si te contemplara en la gloria sublime y superando el brillo de todos los bienaventurados, no podría creer que soy hija tuya; oh María, ante ti bajaría los ojos”. Con una María elevada y alejada, la santa no puede creer que es hija suya. Pero, y ahora viene lo maravilloso: “Para que un niño pueda querer a su madre es necesario que ella llore con él, comparta sus dolores. Oh, mi querida Madre, para atraerme a ti ¡cuántas lágrimas derramas! Meditando tu vida en el Santo Evangelio me atrevo a mirarte y acercarme a ti. Creerme tu hija no es difícil para mi, porque te veo mortal y sufriendo como yo”.

Si en vez de dedicarnos a lanzar gritos y piropos a la Virgen, si en vez de hacer de ella una fábrica de títulos y devociones, nos dedicásemos a meditar lo que dice y hace en los evangelios, eso nos resultaría provechoso para nuestra vida cristiana y nos acercaría más a Cristo. Amar a María no es poesía, es saber vivir. Ser hijo de esta madre es una exigencia de vida. Los cristianos tenemos a Dios por Padre, a Cristo por hermano y a María por madre. Ella nos enseña que la Iglesia no debe poner el acento en los programas o en las ideas, sino en la ternura, el corazón y el amor.

Celebrar la fiesta de la Asunción no es celebrar la fiesta de una María alejada y elevada, sino la fiesta de una María “mortal y sufriendo como yo” (como dice Teresa del niño Jesús), que comparte nuestra muerte y muere como Cristo y con Cristo. Ahora bien, “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con él” (2 Tim 2,11). María es el modelo de todo cristiano que muere con Cristo para vivir con Cristo. Y así, lo que celebramos en la fiesta de su Asunción es que ella ha alcanzado la meta que todos los cristianos esperamos.

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