La santidad, don y tarea
La santidad no es un objetivo que se consigue en el “más allá”, sino una tarea para el más acá, para el hoy, el aquí y el ahora de nuestra vida. La santidad consiste en vivir hoy en comunión con Dios. La santidad comienza siendo un don, pues es Dios el que, en Cristo, va al encuentro de cada uno de nosotros y nos invita a acogerle, a identificarnos con él, a vivir su misma vida divina. Una vez que nos hemos vuelto hacia el Señor, le hemos acogido, y nos hemos identificado con él, la santidad se convierte en una tarea, en un nuevo modo de vivir y de hacer el bien, con un nuevo sentido y una nueva conciencia.
La santidad no consiste en privarse de satisfacciones y mortificarse, sino en vivir en el seguimiento de Cristo. Este seguimiento suscita un nivel de vida más humano, tanto en el terreno personal como en el social. Los grandes modelos de santidad han suscitado niveles de vida más humanos en el terreno social. Por una parte, ellos han reflejado su vivencia cristiana en la alegría que derramaban a su alrededor. Por otra parte han sido grandes benefactores de la humanidad, a veces de forma humilde, y otras veces con una influencia más conocida y extendida, de modo que su obra humanizadora no se ha limitado a su corta vida; ha continuado una vez que han dejado esta tierra, en ocasiones por medio de otros que han proseguido su carisma y han creado instituciones educativas, sociales, hospitalarias u otras, siempre buscando el mejor bien para los seres humanos.
La santidad aquí en la tierra es una tarea y un compromiso: transmitir el amor recibido a los demás. Sólo el que se sabe amado, ama de verdad. Del mismo modo que sólo el que se sabe liberado puede liberar. Y el que se sabe salvado, salvar. En esta línea podría leerse 2Cor 1,4.6: Dios nos consuela para poder nosotros consolar a los que están en tribulación. Cuando uno no se siente salvado, se pasa la vida compadeciéndose de sí mismo. Cuando uno se sabe salvado y amado (y eso es precisamente ser santo, saberse salvado y amado), utiliza su vida en bien de los demás, ya no tiene que preocuparse de sí mismo y puede emplear todas sus fuerzas en preocuparse de los demás.
Los cristianos han encontrado en Jesús de Nazaret un verdadero modelo de santidad. El es, como reconoce un endemoniado, “el Santo de Dios” (Lc 4,34). Una santidad que se manifestaba en su libertad ante la ley, en su modo de entender la religión (religión que ha sido hecha para el hombre y no el hombre para la religión), en su cercanía a los leprosos (considerados contagiosos y alejados de Dios y, en todo caso, alejados de la sociedad), en su trato con las mujeres y los niños (entonces marginados socialmente), y en su modo de dirigirse con una confianza filial a Dios como Padre querido y cercano. Los discípulos de Jesús estamos llamados a comportarnos de modo similar, en otras circunstancias históricas.