“Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo” (Ml 3, 1).
“Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor, Dios nuestro” (Antífona de Vísperas).
Un llanto, un beso, una sonrisa fueron protagonistas a medianoche en una cueva de Belén. ¡Porque nos ha nacido un Niño! ¡Ha dado a luz la Nazarena! Los pastores, asombrados, suben guiados por el canto de los ángeles.
María lava al pequeño mientras José atiza el fuego, y ambos permanecen sumergidos en un profundo embeleso. ¿Cómo es posible que Dios se haga hombre, que una madre virgen dé a luz y que se junte la tierra con el cielo?
No es cuento ni leyenda, no es verso de poeta, ni es apócrifo el relato que narra el nacimiento del Hijo de Dios en nuestra carne.
Por este Advenimiento, la noche ya es aurora; el hombre, sacramento; lo pequeño, grande; el silencio, pleno. El viento responde: por una sola Palabra fue hecho el universo. Hoy se desvela el misterio de la existencia, un proyecto de amor eterno.
Cabe la reacción escéptica, inconsciente, atea, evasiva. Pero también cabe la respuesta del creyente enamorado, del que se postra sin aspavientos, del que difunde la Buena Nueva y del que aprende que, para Dios, lo pequeño es grande; los últimos, primeros; servir es señorío; la pobreza, riqueza. Porque lo humano ya es divino por el nacimiento de este Niño.
Feliz Navidad. En ti, dentro de ti, aunque no lo sepas, habita este misterio.