¿Por qué tratar al otro como quisiera que me tratara?
Para cumplir el consejo de Jesús de tratar al padre, al hijo, a la madre, a la esposa, al esposo, al compañero de trabajo, al jefe o al mandamás, no como nos trata, sino como quisiéramos que nos tratara, hay que pasar por la puerta estrecha.
| Martín Gelabert
La palabra de Jesús: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten”, encuentra su caso extremo en el amor al enemigo. Cuando Jesús habla de este amor ofrece la gran razón del mismo, aplicable al modo como debemos tratar al otro: hay que amar al enemigo no porque nos guste lo que hace, porque no nos gusta nada, ya que el enemigo es el que desea mi daño, mi destrucción, mi desaparición. La razón del amor al enemigo es el Padre celestial, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Para ser hijos de este Padre, hay que comportarse como él. Pues el hijo se parece al padre, no en su estatura o en su rostro, sino en su carácter, en su talante, en su modo de ser.
Los campesinos que escuchaban a Jesús le entendían perfectamente: Dios ama a los soldados romanos, esos soldados que os obligan a pagar unos impuestos abusivos, esos soldados que os maltratan. Si queréis ser hijas e hijos del Padre celestial, tenéis que amarles. ¿Cómo es posible amar a alguien con el que estoy en el más completo desacuerdo y que desearía, con toda razón, que desapareciera de mi vista? Pues no devolviendo mal por mal, no haciéndole lo que él te hace, más bien deseándole que deje de hacerlo, y rezando para que deje de hacerlo. Amar al enemigo es orar por el enemigo, y pedir al Señor que el enemigo deje de hacer daño. Si pedimos eso, estamos deseando el bien de nuestro enemigo. Y desear el bien, es amar.
Cuando de los asuntos sociales, pasamos a los personales o a los que afectan a grupos más reducidos, el principio de Jesús resulta más difícil. Entonces ocurre eso que dice Jesús después de enunciar su gran propuesta de tratar al otro como desearía que me tratara a mí: “entrad por la puerta estrecha”. Sí, no es fácil ni cómodo. Pero es posible, porque por la puerta estrecha se puede pasar cuando uno se achica un poco. En las relaciones familiares, en nuestros grupos humanos, incluidos los religiosos, aparecen, en ocasiones, envidias, rivalidades, malentendidos. Y también nos encontramos con el hermano, padre o responsable que nos hace daño o no nos trata bien. Para cumplir el consejo de Jesús de tratar al padre, al hijo, a la madre, a la esposa, al esposo, al compañero de trabajo, al jefe o al mandamás, no como nos trata, sino como quisiéramos que nos tratara, hay que pasar por la puerta estrecha.
Eso sí, los que pasan por la puerta estrecha son como los buenos deportistas, que deben esforzarse cada día para llegar a la meta. Mientras duran los entrenamientos, mientras se someten a regímenes alimenticios o se privan de noches de fiesta, lo pasan mal, tienen que hacerse violencia. Pero esta violencia propia les permite llegar a la meta y lograr el triunfo. Y con el triunfo todos los esfuerzos quedan compensados y aparece la alegría. El cristiano es como un deportista. La diferencia entre el deportista evangélico y el mundano es que, mientras en las competiciones mundanas solo gana uno, o solo hay medallas para tres, en la competición evangélica hay medalla de oro para todos, porque todos ganan, ya que con Cristo todos llegamos los primeros a la meta.