Presenta su nuevo libro 'La Iglesia que se acaba' en Madrid Antonio Aradillas: "Se acaba esta Iglesia carente de procedimientos democráticos"

(Luis Romasanta).- "En la Iglesia no se puede decir más que amén, tanto el cura como los feligreses". Antonio Aradillas, sacerdote y periodista, icono del periodismo religioso desde la época del tardofranquismo y hasta hoy, siempre va derecho a las cosas, como diría Ortega y Gasset, y como aireó hace cinco siglos su admirado Lutero, con la única diferencia de que uno era sajón y el otro de Segura de León.

Nunca se amedrantaron, y eso que quinientos años después, ya en los primeros años de nuestra transición democrática, el Santo Oficio de la época suspendió a divinis a Aradillas una temporada por hurgar razonadamente en las miserias de una organización tan poco democrática como la Iglesia, denunciando el procedimiento de los tribunales eclesiásticos, la pederastia, la mordaza a las secularizaciones, y otras actuaciones curiales que dejaban mucho que desear. La Curia respondió dejándole sin licencia ministerial, como a James Bond en la suya; es decir, la cosa quedó simplemente en matar al mensajero.

Pero la mejor prueba de que no lo consiguió es la presentación, ayer, en el Centro Ginzo de Limia de Madrid y ante un salón abarrotado, de su libro que hace el número noventa, "La Iglesia que se acaba" (editorial ACCI), donde desgrana con su habitual profundidad, amenidad y maestría, a lo largo de 62 capítulos y reflexiones, el por qué del título de su libro, la situación de la Iglesia actual y la necesidad de su reforma.

La Iglesia no se acaba. Se acaba, para Aradillas, esta Iglesia, "carente de procedimientos democráticos", donde "sirve de poco que teólogos y pastoralistas sepan mucha teología abstracta y, sin embargo, desconozcan las ciencias antropológicas, cómo son y cómo viven los seres humanos, y cuáles son sus verdaderos problemas, gozos, tristezas y esperanzas, para lo que Dios, en Cristo Jesús, será salvadora respuesta".

"Quede luminosamente claro", afirmó Aradillas en la presentación, "que la verdadera Iglesia, la Iglesia de Cristo, perdurará por los siglos de los siglos". "Pero quede asimismo aclarado que ni siempre, ni todo en la Iglesia, fue, es y pertenece a la idea y al testimonio de Cristo al dejárnosla en heredad". Y añadió: "el término Iglesia se antepone en nuestro caso al verbo reflexivo 'acabarse', a consecuencia de que, quienes la representan y encarnan, no están haciéndolo en fiel concordancia con la conexión gramatical y teológica respecto al evangelio, ni en sintonía y exigencia de los tiempos nuevos".

Esta Iglesia es la que se acaba, según Aradillas: la de la inexistencia de un régimen democrático tanto en la Iglesia-institución como en la Iglesia-Estado; la de las tiaras, báculos, solideos, capas magnas con brocados y cucullos, con báculo y muceta, coronados con la mitra, el símbolo de los generalísimos persas y de los sumos sacerdotes; la de la "infalibilidad pontificia" (ya adelantada por el Papa Francisco); la de vivir ajenos al pueblo en palacios obispales; la de situar aun en mantillas la teología del laicado, impidiendo además -lo que el autor califica de aberrante- el acceso pleno de la mujer a la Iglesia; la de olvidar que la doctrina de la Iglesia debe interpretarse a la luz del evangelio, no del código de derecho canónico... Y un largo etcétera que el autor analiza en sus 62 capítulos, presididos siempre por una crítica constructiva.

Los tiempos, para Aradillas, son "palabras de Dios". No interpretarlos adecuadamente dificultará la misión evangelizadora a la que se deben. Y "ser, estar, vivir, vestir y comportarse socialmente de modo distinto -y superior- al resto de los mortales y del pueblo de Dios, no parece vivir en conformidad con Cristo Jesús, fundador de la Iglesia, en la que por cierto no rebasó el glorioso grado de laico".

De ahí, por ejemplo, que en el año 2000 el porcentaje de bodas celebradas por lo canónico en España fuera del 75 por ciento, y en 2016 ese porcentaje haya descendido a solo el 22 por ciento.

Otro icono de la Iglesia del cambio en nuestro país, Celso Alcaína, prologó el libro y su presentación. Alcaína vivió doce años junto a Pablo VI y el cardenal Ottaviani, metido en las entrañas del Santo Oficio y de las nulidades matrimoniales, hasta que no pudo más, e incluso el destino quiso que le tocara cuasienjuiciar al heterodoxo Aradillas, quien, sin duda, de haber vivido cuatrocientos años antes, hubiera acabado en la hoguera, como Giordano Bruno.

Para Alcaína, sin heterodoxos como Antonio Aradillas (entendiendo por tales a quienes se salgan de la norma) está la nada. Narró las peripecias de monseñor Ivan Illich, a quien en pleno siglo XX, por dar sentido a la trascendencia humana en el mundo de la marginación mejicana, la Curia romana le sometió a un interrogatorio que Alcaína calificó de "pobreza ideológica y bajeza moral, incluso ruindad".

Se refirió luego, en clara referencia a la Curia romana, a "esas instituciones inhabilitantes, que dejan de surtir el efecto pretendido y por lo tanto sus miembros prescinden de ellas".

Alabó el trabajo de Aradillas, afirmando que "denuncia cantidad de fosas sépticas en la Iglesia". Y en la Iglesia "hay muchas cosas que puede hacer el Papa sin contar con la Curia. Por ejemplo, "¿por qué seguir creando cardenales si eso depende de él? ¿Por qué no abolir el celibato?" Sin ocultar un acierto de Francisco: silenciar el Palacio del Santo Oficio: "No se persigue a los teólogos como ocurría hasta hace pocos años".

El acto de ayer fue un claro ejemplo de ello, y de que las llaves del escudo vaticano, que presiden la portada de "La Iglesia que se acaba", parecen por fin entreabrirse, tal vez para resolver el misterio de lo que significa hoy la auténtica Iglesia.

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