RD y Pigamalion recogen sus mejores ideas y reflexiones Antonio Aradillas, 90+1: el libro de su homenaje
(Luis Romasanta).- Oscar Wilde sugería que solo hay dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo bien. Si eso sigue sucediendo cuando ya se han cumplido 90 años, ni el afilado ingenio del irlandés podría añadir nada, pues se quedó en la mitad.
Conocí a Antonio Aradillas a finales de 1968, cuando yo era un chaval que iniciaba periodismo y logré colarme en Pueblo, y él ya un resplandeciente sacerdote, escritor y periodista, en el retablo del altar de los tres o cuatro, no más, curas-periodistas más influyentes. El periodismo le permitió ser libre y no vivir de la Iglesia, pero jamás ha perdido la fe en ambos oficios, ni se salió de ninguno.
Periodista de hechos y de reflexiones, no de banalidades, cuando le conocí y luego trabajé con él sentí que estaba ante un ilustrado que ya se había despojado de la sotana, pero no del evangelio, dispuesto a mandar al infierno palabros como anatema, execración, excomunión, pena eclesiástica y similares sonidos guturales emitidos desde la superioridad de uno de sus oficios. Tal vez por eso nunca ha querido conocer Roma.
Era el único de la redacción que trataba de tú al dios Emilio Romero y le llamaba por su nombre. El entrañable compañero que aguantaba con el estoicismo de procedencia (nada menos que Segura de León) el saludo diario de su tribu levítica: "El cura Aradillas se quiere casar, y quiere vivir en pecado mortal", porque dice que para un cristiano no hay amor sin humor.
El humor es palabra de Dios. Y el redactor-jefe que se atrevió a crear una página social diaria con Franco muy en vida, donde se dio altavoz a la HOAC y a quien no lo tuviera, donde se hablaba de conflictos laborales y de huelgas en un país donde éstas no existían. A los productores de las fábricas les llamábamos obreros. Así nos fue, pero fue una época inolvidable. Antonio me confesaba el otro día que, de existir el cielo, lo imagina como la redacción del diario Pueblo. Es una confesión conjunta.
Mi amistad con él aumentó y viví sus frustraciones en la empresa que no le daba de comer a modo de confesor privilegiado: el sacerdote luchando contra el conjunto. Si los dicasterios respectivos hubieran hilado fino, más de un caso de pederastia, lo sé, no existiría. Atacó desde su púlpito periodístico los tribunales eclesiásticos, y ya fue demasiado, porque era tocar la billetera. ¿Cómo puede concebirse que no hubiera divorcio en España nada más que "en nombre de Dios"? Pues eso: Le quitaron el carné, sin más. Con el agravante de que la Iglesia no tiene aún el carné por puntos. Solo la reacción popular hizo recular al Vaticano vía Tarancón.
Siguió reivindicando una presencia de cambio en el episcopologio y la necesidad de reformar la Iglesia en su integridad, siempre con la reflexión y los argumentos por delante. Después de casi siete décadas predicando en miles de escritos y noventa libros, parece que alguien ha seguido sus palabras. Y además viste de blanco en el Estado Vaticano.
Antonio acaba de cumplir 90 años, tiene la cabeza tan amueblada como Einstein cuando descubrió la relatividad, ambos arquitectos de su propio destino, y en las estanterías 90 libros editados; y eso que para él solo es libro aquello que supere las 250 páginas.
Y va para diez años que su pluma rejuvenece en Religión Digital a modo de liturgia diaria desde maitines para beneficio de sus lectores, porque Antonio está en vela mientras el personal duerme, a pesar de lo cual sigue igual de humano, de amigo, de cordial.
Todos volvemos a nuestros orígenes. Para él Dios se llama Jesús y Jesús significa salvador. Un dios que no salve no es dios. Y mantiene que una persona que vive el evangelio tiene que ser necesariamente rebelde, porque ha vivido la doctrina de forma humana.
Igual que él, que siempre ha vivido en sintonía con el pueblo, con el tiempo. Perdón: tal vez adelantado a su tiempo. Quien pretenda caer en la tentación de escribir lugares comunes, que lea primero cada artículo de Aradillas en esta sede, que advierto abierta y plural.
Está a punto de publicar un nuevo libro, pero antes se han adelantado la editorial Pigmalión y sus compañeros de Religión Digital dedicándole este imprescindible volumen 91: Nunca he dejado de luchar y de soñar. (Sial-Pigmalión). Palabra de dios.
Con una preciosa introducción de José Manuel Vidal, se trata de una antología que resume acaso las mejores ideas, reflexiones y pensamientos de un hombre bueno en el sentido machadiano. Naturalmente, son también noventa, como los minutos de un partido de fútbol, y se marca desde el minuto uno: las relaciones Iglesia-Estado, el sacerdocio de la mujer, el precio de las beatificaciones-canonizaciones, los santos a dedo, el demonio, el infierno, la necesidad de transformar la liturgia y el gobierno de la Iglesia, la conferencia episcopal, el Opus, el báculo y la mitra... y hasta la reivindicación de Guadalupe para su Extremadura, porque de lo contrario es como si la advocación del Pilar perteneciera a la demarcación administrativa de Cataluña.
Oscar Wilde tenía razón con relación a Antonio Aradillas.
Ya solo faltan cinco años para que las noventa se conviertan en las 95 tesis y tengamos la fiesta en paz, porque ahí tenemos a Aradillas argumentando sólidamente que "el tratamiento de la figura de Lutero, fue, y sigue siendo, injusto, infundado y hasta inmoral".
Sí sé por qué, este periodista directo y sincero, este escritor que dice cosas, y este sacerdote que no ha perdido la fe (tres personas en una, por algo será) me recuerda al extraordinario Thomas Merton en este año del 50 aniversario de su muerte, y a su Montaña de los siete círculos.
O sea que me enorgullece ser amigo del alter ego de quien alabó el Papa Francisco nada más pisar tierra en Estados Unidos.