Prepublicación: 'La rosa y las espinas' de Alfonso Guerra (La Esfera de los Libros) "'Rezamos todos los días por usted' (...) 'Entonces ya debo de tener indulgencia plenaria; si mato a un obispo, no me pasa nada, ¿no?'. Y se reían"
Recibí una llamada de un obispo, que quería hablar con un representante del PSOE. Le indiqué que ya contábamos con dos portavoces, Gregorio Peces-Barba y Reyes Mate. Ni corto ni perezoso el obispo respondió: «Sí, pero esos son de los nuestros, y nosotros queremos hablar con el enemigo»
"Las cuestiones que afecten a la condición social y humana de los componentes de la Iglesia, nosotros vamos a atenderlas siempre. Si ustedes, pongamos por caso, tienen un problema con un convento en el que hay cincuenta monjas que no disponen de Seguridad Social, les garantizo que en un día se lo arreglamos. Ahora bien, no cuenten con recursos del Estado para altares e imágenes. En este punto no vamos a ceder; esos gastos que los cubran sus feligreses"
'La rosa y las espinas: el hombre detrás del político', publicado por La Esfera de los Libros
'La rosa y las espinas: el hombre detrás del político', publicado por La Esfera de los Libros
| Alfonso Guerra
Cuando a mí me nombraron presidente de la Comisión Iglesia-Estado, el cardenal Tarancón, que era muy astuto y una persona con gracejo, comentó: «¿Cómo es posible que el presidente de la Comisión sea Alfonso Guerra? Es como si a mí se me estropea un grifo y me mandan un carpintero para que lo arregle». Con ello quería expresar, en tono de broma, que yo estaba muy alejado de los asuntos de la Iglesia; y llevaba razón, no creo en ninguna religión.
Otro día, con anterioridad a mi nombramiento como presidente de la Comisión recibí una llamada de un obispo, que quería hablar con un representante del PSOE. Le indiqué que ya contábamos con dos portavoces, Gregorio Peces-Barba y Reyes Mate. Ni corto ni perezoso el obispo respondió: «Sí, pero esos son de los nuestros, y nosotros queremos hablar con el enemigo».
Así me encontré presidiendo la Comisión, con los ministros de Educación y de Justicia, por nuestra parte, y el presidente de la Conferencia Episcopal y dos o tres obispos más, en representación de la Iglesia.
Desde el primer momento puse las cartas sobre la mesa y advertí: «Miren, aquí estamos para ponernos de acuerdo el Estado y la Iglesia, y nosotros tenemos la voluntad de hacerlo. Las cuestiones que afecten a la condición social y humana de los componentes de la Iglesia, nosotros vamos a atenderlas siempre. Si ustedes, pongamos por caso, tienen un problema con un convento en el que hay cincuenta monjas que no disponen de Seguridad Social, les garantizo que en un día se lo arreglamos. Ahora bien, no cuenten con recursos del Estado para altares e imágenes. En este punto no vamos a ceder; esos gastos que los cubran sus feligreses».
Los obispos apreciaron mucho esa sinceridad. A la postre todos ellos hablaron muy bien de aquellas conversaciones. Yo tuve mucha relación con el secretario de la Conferencia Episcopal, Fernando Sebastián, con el que llegué a entenderme muy bien. Desgraciadamente, en un momento dado él se enfrentó conmigo de manera muy virulenta por asuntos relacionados con la financiación de la Iglesia. Tuvimos un intercambio de cartas muy duro, pero pasados unos años él me escribió rectificando.
Ciertamente, tuve muy buena relación con los obispos. Me hacía mucha gracia, porque yo bromeaba con ellos, y me respondían: «Rezamos todos los días por usted». A lo que yo replicaba: «Entonces ya debo de tener indulgencia plenaria; si mato a un obispo, no me pasa nada, ¿no?». Y se reían.
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