Carta abierta a Pilar Rahola

Querida Pilar: Gracias por tu carta que no esperaba. Decís las mujeres que los hombres no solemos manifestar nuestros sentimientos. Pero no me recato de confesar que tu carta me emocionó: creo que hasta me salió una lagrimita (del ojo izquierdo, por supuesto). Al acabarla me vinieron a la cabeza las palabras de Jesús a un letrado judío: “no estás lejos del Reino de Dios”.

No lo estás, Pilar, hermana. Quizá sepas que ésos a quienes tú llamas generosamente “simples mortales convertidos en silenciosos héroes por la trascendencia espiritual”, suelen decir que “los pobres nos evangelizan”. Puedo añadir que muchos no creyentes me habéis evangelizado. Por tanto no tengáis miedo de “darnos caña”, siempre que sea de manera justa y fraterna. Lo necesitamos: porque ser cristiano no es creerse privilegiado sino saberse más exigido. O mejor: es un privilegio que consiste en mayor exigencia. Como el que está enamorado: que tiene esa gran suerte pero, a la vez, sabe que él le debe a su amor más que nadie. Por eso Jesús era siempre comprensivo y acogedor con los de fuera, pero exigente con “los de dentro”. Y los dirigentes judíos no le perdonaron que, mientras criticaba la falta de fe de los suyos, alabara la fe de gentes no judías como el centurión o la mujer cananea.

Antaño, alguna de mis amistades no creyentes me decía con ironía recelosa si hablábamos de estos temas: “tú lo que quieres es convertirme”. Mi respuesta suele ser (y más luego de conocer muchas historias de pérdidas “justificadas” de la fe): ni pretendo convertirte yo, ni creo que lo pretenda Dios, que tiene menos prisa que nosotros y respeta mucho más nuestras trayectorias personales. Lo que quiere Dios de ti es que saques la mejor versión de ti misma, que caminemos todos tú hacia la mejor Pilar posible y yo hacia el mejor gonzálezfaus posible, por esos caminos de Dios que, como decía Isaías, “no son nuestros caminos”. Dicho esto, puedo añadirte que, para mí, el encuentro con Jesús y con el Dios de Jesús son el camino más válido para ese crecimiento en humanidad.

Dices que yo le llamo fe y tú le llamas ética. Creo que tu ética también es fe: porque en este mundo cruel no cabe una ética seria que no se apoye en una fe ciega en el amor y en la bondad: eso que tú llamas preciosamente “certeza en el amor, que no tiene desmentido”, y yo he formulado otras veces diciendo que, en este mundo empecatado, la bondad es “la siempre vencida y la siempre invencible” (y la bondad no es más que el resplandor o la irradiación del amor auténtico). Por eso sospecho que, si Jesús te leyera te habría dicho como a la cananea: “mujer, grande es tu fe”.

Pues bien, mi fe cristiana no hace más que explicitar ese apoyo de tu fe implícita mostrándome su raíz última. Pero no sólo la raíz: también algunos de esos frutos que aparecen a su tiempo y en los que el árbol parece trascenderse a sí mismo, pero no hace más que mostrar lo que era. Me explico un poco más: Ratzinger suele decir que la religión siempre existe en el seno de una cultura, de la que es inseparable pero con la que tampoco se identifica. Creo que tiene razón (aunque alguien pueda pensar que él no aplica siempre ese principio: por ejemplo en el caso del ministerio de la mujer).

Y creo que eso mismo sucede con la ética: también ella es inseparable de alguna cultura con la que no coincide totalmente: por eso se ve llamada a apoyarse en alguna forma de fe, para superar esa vinculación inexacta. Tú me muestras una fe en el amor, que implica algo increíble e indemostrable: creer que el disidente es hermano mío. Y esa fe implícita ayuda a que la ética no se convierta en farisaica, despectiva del otro o, aún peor, perseguidora e intolerante: eso que suele llamarse moralismo y de lo que muchos católicos somos desgraciadamente ejemplos eximios. No sé si sabes que antaño fue lectura frecuente entre las gentes de mi generación, un libro de un teólogo suizo que se titulaba precisamente: Sólo el amor es digno de fe. Ahí estamos.

¿Tienes aún paciencia para comentar un poco más esa vinculación entre lo espiritual y lo cultural (inseparables pero distintos)? La pasada semana santa repetí varias veces en alguna charla estas palabras de san Juan de Ávila explicando el Padrenuestro: “el que no quiere el nuestro no quiere el Padre”. Si no hay nuestro, no hay Padre. Este es, para mí, el intríngulis de llamar Padre a Dios: me permite fundamentar el “nuestro” universal y, en ese “nuestro”, la ética se autotrasciende y se desliga de esa vinculación fatal a una cultura o cosmovisión determinada: la mía o la de mi grupo. Luego, podré (deberé quizás) seguir luchando por mi ética; pero de manera mucho más dialogante y fraterna.

Y lo haré con el consejo que da la primera carta de san Juan, y que Agustín de Hipona comentaba preciosamente: preocúpate ante todo de amar a tu hermano porque entonces amarás a Dios; pero si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano no serás más que un embustero. Es impresionante constatar que tantos siglos después haya muchos cristianos que no aceptan esto: ellos prefieren separar el primer mandamiento del segundo y creen que aman más a Dios rebajando lo del prójimo a “un mandamiento más”: como el no adulterar o ir a misa el domingo…

Y ya que ha salido la semana santa de la que te quejabas en tu escrito, te cuento otra cosa. Yo siento más o menos como tú: varias veces me he planteado si dedicar uno de mis artículos mensuales en La Vanguardia a las procesiones y la semana santa andaluza. No voy a hacerlo ahora, pero sí pienso que la mejor prueba sociológica de que esas procesiones tienen poco que ver con la religión es la frecuencia y profusión con que aparecen en nuestros medios de comunicación donde, por lo general, la religión casi sólo aparece para hablar de curas pederastas.

Pero… recuerdo algo que me enseñaron cuando era joven: si Jesús hubiese sido un teólogo, cuando se acercó a tocarle aquella mujer con hemorragias incurables, le habría dicho: ¡pero mira que eres inculta y supersticiosa! ¿Crees que necesitas tocarme para curarte? ¿No sabes que puedo curarte igual sin que me toques? Y, a lo mejor, si era teólogo del Santo Oficio, la habría dejado sin curar por heterodoxa. Pero a Jesús no le importaban los contenidos deficientes con que aquella mujer expresaba su fe sino la seriedad de su actitud creyente. Y la alaba públicamente para escándalo de muchos. Eso me hace preguntarme si tras esas imaginerías, procesiones y tambores folklóricos que no entiendo,(y ahora no faltaba allí más que La Legión…) no habrá algunas gentes con más fe que yo, aunque la expresen con ese barroquismo meridional, tan distinto de la pretendida sobriedad norteña.

Pero dejemos las semanas santas. Lo importante es la necesidad de distinguir entre fe como actitud creyente y fe como verdades creídas; o la fe con que creemos y la fe que creemos. Eso ya lo distinguían los escolásticos pero tampoco hacen al caso ahora. Lo cito porque a Jesús le interesaba, y reclamaba sobre todo, la fe como actitud creyente: porque sin ésta, las verdades que decimos creer se convierten en meras “creencias” poco significantes, o en supersticiones con las que buscamos apropiarnos de Dios para garantizar nuestra seguridad (¡que es la mayor tentación de toda religiosidad!) en lugar de saltar hacia esa apuesta confiada que es la verdadera fe. ¿No hay algo de ese salto en tu confianza en el amor?

De algún modo, pues, coincidimos: no sólo en la ética sino quizás también en la fe: tú, pese a tu nihilismo confeso, te atreves a creer en ese “amor que no tiene desmentido”. Yo tengo que aceptar mucho nihilismo pese a mi fe en el Amor: tu nihilismo abierto y mi teísmo nublado. Por eso termino evocando cómo calificó esa fe tuya implícita uno de los grandes pensadores del siglo pasado (Th. Adorno). Él hablaba de las: “grietas que desmienten la identidad”. En ellas “lo existente se halla cargado con las promesas constantemente rotas de Lo Otro”. Pero Adorno llega a decir que “si nada prometiera algo trascendente a la vida, tampoco sería posible experimentar nada verdaderamente vivo.

Llámalas como quieras: grietas, promesas, señales, sacramentos, rehenes… Sólo quería decirte, para terminar, que, a través de esas, grietas pueden pasar nuestras manos para darnos un abrazo.

José Ignacio.

Ésta es la carta de Pilar Rahola a la que contesta José Ignacio González Faus

Estimado amigo, hace ya un año que te debía estas palabras, después del diálogo que tuvimos sobre la trascendencia espiritual. Pero como lo urgente siempre devora a lo necesario, la respuesta se ha demorado. Sin embargo, aquí estamos otra vez en Semana Santa y otra vez hablando de Dios. Agradecí tu preciosa descripción de lo que era la fe, espléndidamente resumida en el canto de Atahualpa Yupanki: "Hay cosas en este mundo / más importantes que Dios / que un hombre no escupa sangre / pa que otros vivan mejor". Ese Dios que me mostraste, que no busca la contemplación de sí mismo sino ser contemplado en el dolor de la gente, es un Dios ante el que me inclino. Creer no forma parte de mi diccionario, porque estoy más cercana al nihilismo que al bálsamo religioso. Pero hace años que entendí que la trascendencia espiritual había convertido a simples mortales en silenciosos héroes que dedicaban su vida a mejorar la de todos. Ese Dios que los ilumina, y que traza una línea de entrega, es un concepto maravilloso que me seduce a pesar de mi lejanía. Gentes como vosotros, creyentes de ese Dios de luz, sois un ejército de bondad que tiñe el mundo con la pintura del amor. Y cuando observo vuestro recogimiento en días como éstos, sobrecargados de simbolismo, algo de vuestra paz me serena.

Sabes mejor que yo, no en vano eres un gran pensador de la fe, que Dios es también la excusa del mal pequeño y... del mal en mayúsculas. Aborrezco profundamente la fe de los fanáticos, la conversión de la espiritualidad en un arma de intolerancia, la imposición de los credos, la represión del dogma, la negación del pensamiento. Ese Dios castigador forma parte de la peor historia de la humanidad y es, sin duda, enemigo de tu Dios. Esa es la grandeza de tu creencia, que sitúas al ser humano en el centro de la fe, y es ese centro terrenal el que da sentido a tu espiritualidad. Quizás estamos más cerca de lo previsible, porque lo que tu llamas fe, yo llamo ética, pero los dos concebimos el compromiso con nuestro tiempo y nuestra gente. Te confesaré -¡qué verbo más apropiado!- que la Semana Santa me carga mucho. Tanta exhibición, tanto barroquismo callejero, tanta dramaturgia impostada, no sé, me aleja de esa creencia íntima y humilde que engrandece a gentes como tú. Ese Dios que pasean con tanta hipérbole me parece un Dios vanidoso y excesivo, más propio del consumo que del recogimiento. Y además, esa obsesión con el martirio, ¡qué tortuosa idea! Pero tu Dios, en cambio, es una idea luminosa que consigue interpelarme a pesar de no hablar su lenguaje. Decía García Márquez que la idea de la existencia de Dios le desconcertaba tanto como la negación de esa idea. Por ahí debemos andar algunos, en desconcierto permanente. Pero sea como sea, el Dios que tú muestras sólo me da certezas. Porque el amor es quizá la única certeza que no tiene desmentido.


(La Vanguardia, 8 de abril 2012)
Volver arriba