Carta a los españoles desde Cataluña
| José Ignacio González Faus
Escribo desde Cataluña donde he vivido muchos años aunque, como algunos de vosotros sabréis, no soy catalán. Me he encontrado siempre bien aquí (quizá un poco menos bien los últimos años). Y eso que, si hay que comenzar confesando los pecados, debo reconocer que cuando llegué aquí, hace más de 50 años, todavía creía en los egos colectivos, en las patrias competitivas y en todo eso que hoy son para mí idolatrías y de las que, en mi pobre oración, pido a Dios cada día que me libere.
Si hoy me encuentro un poco menos bien, como acabo de decir, es debido al clima de desprecio, acusación y antifraternidad que se va cociendo poco a poco entre unos y otros. Y que, aunque pueda tener como último factor determinante la cuestión política del independentismo, la desborda ampliamente y se va convirtiendo en una irritación y odio cada vez menos disimulado que, además, configura y entiende todos los datos y toda la historia, desde las perspectivas que pueden fomentar esa mala relación.
Creo que eso no os hace bien a vosotros (tampoco a ellos, pero ahora quiero dirigirme a vosotros). Antes que españoles o no españoles, y sintiéndose como se quieran sentir, los catalanes son seres humanos: personas y pequeños como somos todos, capaces de reír, de amar, de sufrir y llorar, capaces de relación, de amistad, de gran fidelidad, de sentir simpatías y antipatías…, pecadores como todos nosotros y portadores de esos “egos” nefastos que todos arrastramos y de los que ya decía san Agustín hace muchos siglos cuando exhortaba a cargar con la propia cruz: “¿cuál es tu cruz? ¡Tú!”.
Todos los seres humanos, como todos los pueblos humanos tenemos virtudes y defectos. Y esto convencido de que la nota media final entre unos y otros no nos diferencia mucho. La moda actual es que hemos comenzado a juzgarnos y valorarnos solo por los defectos que vemos o creemos ver en el otro, buscando ahí una plataforma para el desprecio. Sobre eso quisiera preguntaros dos cosas.
1.- ¿No os dais cuenta de que a juzgar así solo estáis reafirmando vuestro ego en vez de conocer al otro? ¿No recordáis lo que dice san Pablo de que en el momento en que juzgas a otro, sintiéndote por eso superior a él, estás quedando por debajo de él?
2.- Y además: ¿no os dais cuenta de que mirando solo los defectos, os perdéis una serie de buenas cualidades que todos tenemos? El pueblo catalán es un pueblo culto: con una cultura muy superior a su superficie. Un pueblo caracterizado en la sardana con su fusión de ritmo, serenidad y comunidad, o en los “castells” que expresan ese sentimiento de que “entre tots, ho farem”… Con una literatura digna de conocerse: hubo una época en que Antonio Machado quiso venir a Barcelona por conocer a Joan Maragall y en que José Mª Valverde aprendió catalán para poder leerlo. Una época en que el gran Cervantes llamaba a Barcelona “hostal de la cortesía”. Y otra época en que este pobre diablo que os escribe ha disfrutado con Martí Pol y con Espriu como no podéis tener idea…
Todo lo cual no obsta para que a mí me encante la jota y disfrute con mil realidades no catalanas: porque he ido aprendiendo que las cualidades no son competitivas ni son rivales. La rivalidad solo se da en lo cuantitativo. El agua y el aceite, como el rojo y el amarillo, o los embutidos de Vic y el jabugo… no compiten entre sí sino que suman: porque todos son buenos y necesarios y nos enriquecen. La competitividad solo se da en lo cuantitativo: entre quince y veinte o ya entre uno y dos. Y es la orientación enormemente cuantitativa de la cultura moderna la que nos va creando una mentalidad competitiva en todo, y casi nunca complementaria.
Todo este rollo os ayudará poco si no tomáis la decisión de conocer Cataluña y lo catalán. De conocer y de contactar. Por supuesto, siempre suele haber alguna decepción en estos encuentros (y, en las circunstancias de hoy podría ser mayor); pero a pesar de todo, cuando se busca simplemente el contacto con lo humano y no el choque con lo distinto o la confirmación del propio prejuicio, el balance suele ser positivo. A veces muy positivo.
Si me permitís una confesión personal, durante mi primera juventud, tras asistir al horror del holocausto y del nazismo, llegué a la conclusión de que Alemania era el peor de los pueblos. Tras haber estado allí, haber trabado relación y amistad con algunos alemanes, haberme reído de algunas de sus limitaciones y haber conocido su literatura, su teología y su música hube de modificar radicalmente aquella convicción: aprendí que los pueblos no son estáticamente mejores o peores, sino que atraviesan épocas buenas y épocas malas. Y comprendí también que quien es capaz de lo mejor es también el más capaz de lo peor: quien es capaz de producir figuras como Dietrich Bonhöffer, será también capaz de producir monstruos como Hitler.
Estas dos lecciones creo que deberían servir ahora para las relaciones entre Cataluña y (el resto de) España: los pueblos no son mejores o peores de una manera estática, sino que pasan épocas en que sacan lo mejor o lo peor de sí mismos. Y cuando crees que un pueblo pasa por una mala época de su historia, no es hora de maltratarlo sino de ayudarlo.
Es posible que Cataluña no esté ahora en el mejor momento de su historia (y de ningún modo quiero sugerir con esto que ese mejor momento fuera cuando Eduardo Marquina escribía “En Flandes se ha puesto el sol”. No). Pero tampoco creo que España esté ahora en un gran momento. Siguen vivas aquellas “dos Españas” versificadas por A. Machado y una de las cuales (o las dos) pueden helarnos el corazón. Como existen también dos Cataluñas que pueden helarnos el corazón. Basta con pensar que Albert Rivera es catalán y que los seguidores de Puigdemont y de Torra están lejos de llegar a la mitad de los catalanes aunque esto se lo callen.
Tres consejos me atrevería a sugerir para terminar. El primero es que, si a ti te molesta cuando desde Cataluña te sientes mal mirado y caricaturizado, no hagas tú lo mismo cuando opinas sobre Cataluña. “Trata a los demás como te gustaría que te tratasen ellos” decía la sabiduría de Jesús de Nazaret.
El segundo es no caer en el sofisma actual que confunde las identidades con las particularidades y reivindica a estas como único modo de asegurar aquellas. Con lo cual, toda identidad acaba siendo un acto de exclusión y de hostilidad. Y no debe ser así: nuestra dignidad humana ha de estar muy por encima de nuestras cualidades (que a veces son también limitaciones) humanas. Las cualidades deben sumar y complementarse por larga que pueda ser esta tarea, no restarse o enfrentarse.
Y consecuencia de este segundo, evoquemos aquel principio de nuestra tradición europea, atribuido al dramaturgo romano Terencio: “homo sum. Humani nihil a me alienum puto”: soy hombre, y nada de lo humano me lo considero ajeno. Situar nuestra identidad en las particularidades equivale a decir: “soy español (o soy catalán) y el resto de lo humano me es ajeno.
Por supuesto, todos responderéis que esto último no os afecta y que todo lo humano os interesa. Invito a pensar si, inconscientemente, no es precisamente ese el daño que nos hacen los nacionalismos que, en mi humilde opinión, son siempre una forma taimada y discutible de cultivar el propio ego: porque, trasladando al campo de la razón lo que sería respetable en el nivel irracional de los sentimientos, acaban poniéndonos un freno a la hora de aceptar expresamente todo lo humano.
Me preguntaréis por qué os digo eso a vosotros y no a ellos. Puedo asegurar que también se lo digo (y se lo he dicho) a ellos. He evitado aquí todo juicio concreto sobre los temas y las personas que hoy están encima de la mesa. Pero no porque me parezcan “libres de toda sospecha” sino porque sobre eso puede haber opiniones muy diversas y contrapuestas, pero que pertenecen a un plano posterior y aquí hubiesen enturbiado lo que me gustaría que hubiese sido un estadio previo, y un punto de partida necesario y anterior a toda confrontación.
Aunque, como temo no haberlo conseguido, invito ahora rezar (o recitar al menos, los que no seáis creyentes) una famosa plegaria por la paz, legendariamente a Francisco de Asís:
Señor, hazme instrumento de tu paz:
donde haya odio ponga yo amor.
Donde hay ofensa perdón.
Donde haya duda, fe.
Donde hay desesperanza, esperanza.
Donde hay tinieblas, luz.
Donde hay tristeza alegría.
Maestro mío, que no busque yo tanto ser consolado como consolar.
Ser comprendido como comprender.
Ser amado como amar.
Pues perdonando se es perdonado, y muriendo a sí mismo se nace a la vida eterna.
Así sea. Y que todos intentemos dar lo mejor de nosotros mismos.